Por: Sarko Medina Hinojosa

María encontró la carta amarillenta bajo el colchón de su abuela mientras limpiaba la habitación y se le dio por ser más meticulosa. El papel crujió entre sus dedos cuando lo desdobló con cuidado. La tinta azul, aunque desvaída, aún era legible.

«Querida Elena, mañana partiré a la guerra. Lamento no poder cumplir mi promesa de casarnos en primavera en el pueblo, pero si salgo con vida, me quedaré en Lima, allí buscaré un futuro, un nombre, si no regreso, es que no conseguí ni mi vida ni mi futuro. Guarda este anillo hasta mi regreso entonces. Te amo, Dionisio

María se quedó inmóvil. De repente, como si una puerta se abriera en su memoria, recordó vívidamente aquella tarde de lluvia serrana un año atrás. Su abuela, con los ojos perdidos en la ventana, le había murmurado mientras tejía: «Nunca amé a tu abuelo, es necesario que lo sepas. Por eso nunca me casé con él, a pesar que me suplicaron tanto tus tíos, tu madre, pero es que guardé siempre una promesa, mijita. Estuve comprometida una vez, pero el amor de mi vida nunca regresó de la guerra contra Ecuador. Lo esperé años… años enteros hasta que su amor se me secó en el vientre, hasta que tu abuelo pudo colarse entre mis venas, pero aun así… no pude amarlo… espero me perdones.» En ese momento, María había notado que su abuela guardaba algo en el puño cerrado, algo que brillaba.

Ahora todo tenía sentido. Una mañana, hace años, un hombre llegó a su casa, no era un hombre, era un anciano, decrépito, con la ropa sucia; se presentó preguntando por su Elena, pero su madre, quién interrumpió la conversación, le explicó que la abuela había muerto años atrás. Ninguna habló del porqué de la mentira, ninguna habló de los años de dolor y fiereza de trato entre esas dos mujeres que deberían amarse. María dobló la carta cuidadosamente y la guardó en su bolsillo. Miró hacia la ventana donde comenzaba a atardecer.

Pasaron varios meses. El otoño se convirtió en invierno, el invierno en primavera. María seguía cargando el peso de aquel secreto que ahora le pesaba como un arma en el bolsillo.

Una tarde, mientras preparaba mate de cedrón para su abuela, María sintió que el momento había llegado. Sabía que tarde o temprano tendría que contarle sobre la visita, pero presentía que esa conversación cambiaría algo fundamental entre ellas, algo que tal vez era mejor dejar intacto… pero no. Su madre, la de María, claro, había fallecido en la pandemia, eso incrementaría el golpe, anticipó.Al día siguiente comprobaría que su pronóstico y acción fueron acertados cuando el corazón ajeno de su abuela se detuvo.  

Camina hacia la sala donde su abuela descansa. Cada paso sobre el piso de madera cruje como un susurro del pasado. Sus manos tiemblan mientras sostiene la taza y el platito dónde descansa la cucharilla. En su bolsillo, la carta, para leerla y darle el marco final a una historia que necesita un cierre, un saldo de cuentas, un homenaje a un abuelo que siempre fue generoso y que no merecía tanta lealtad equivocada, porque aun recordaba sus últimas palabras, cuando era pequeña y estaba por morir por un cruel cáncer y ella no entendía nada del rompecabezas emocional de su familia“Díganle a Elena que la amo, que a pesar de todo, de todo y de todo, maldita sea, yo la amo”.

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