Por Jorge Condorcallo Ccama
–Menos mal estás aquí, Miguel. Viajé para verlos apenas me avisaron por teléfono. ¡Cómo fue!, ¿qué sucedió?
–Un accidente, me dijeron, culpa de un conductor negligente, de esos tipos que pisan el acelerador como si estuvieran en un videojuego de carreras.
–Qué horrible, fue al instante entonces.
–No, el desgraciado regresó a rematar, pensó: más barata me saldrá comprar la caja.
–¡Hijo de puta!
Los dos únicos hombres de la sala están encorvados por la pesadumbre y conversan sentados en la larga banca de madera. Frente a ellos reflexionan de lo pasajera que es la existencia, desde ayer, las coronas de flores y las hornacinas con los santos descascarados, a la espera de que lleguen los parientes y conocidos para iniciar la misa de difuntos.
–La policía tiene que detenerlo, se tiene que hacer justicia, Miguel.
–Cada quien hará lo mejor que pueda, además qué importa ya. El culpable irá a prisión, pero la vida nadie la devuelve.
–¡No jodas!, me molesta que hables así, como si no te importara… Lo siento, Miguel, no debí decir eso, la tragedia de tu familia me ha golpeado fuerte.
–Imagina todo lo que yo estoy sintiendo.

–Te compadezco. ¿Y tu mamá cómo está?
–No quiero verla, debe estar hecha un mar de lágrimas, ella es quien más me duele porque se va quedar sin su hijo que la amaba más, solo ella importa, pero qué puedo hacer para aliviar su pena. ¡Nada!
–Yo acabo de llegar de viaje ni siquiera pasé por tu casa, creí que llegaría tarde al entierro. Apenas me contaron la mala noticia supe que era cierto porque tuve un mal sueño dos noches antes y me vine volando, tú eres el primero de los Carrasco que veo después de muchos años. Cuando me avisaron no sabía ni tu teléfono, tanto tiempo ha pasado; así que por eso estás fachas, son las ropas que llevaba puestas en el trabajo. Me vas a disculpar.
–Gracias, amigo, tu presencia me alivia, para mí eres parte de nuestra familia.
–Tú, tu hermano y tu madre siempre fueron buenos conmigo, estuvieron a mi lado cuando perdí a mis padres, me ayudaron a crecer para llegar a ser el hombre que soy, es lo menos que podía hacer; pero qué rabia, qué ganas de…
–¿De qué?, ¿de hacer justicia?, ¿de matar al imbécil? Déjalo así.
–Siempre fuiste suave. Desde niño te faltó carácter. ¡No te entiendo! Si me hubiera pasado a mí, ¡Dios!, yo lo haría pagar por cada hueso y cada lágrima.
–Ahora más que nunca necesito olvidar, quiero que ya pase el dolor, sacudirme la mala hora de los sufrimientos y olvidar este triste trance…
–¡Cobarde!
–¿Por qué?, ¿por querer dejar atrás la angustia?
–Tu hermano sí tenía los huevos bien puestos, te hubiera hecho respetar; te hubiera vengado, ¡mierda, siquiera eso!
–Ja, ja, ja. Sí, probablemente sea así, pero creo que recién entiendo porque me reprochas lo que no quiero ni puedo hacer. Cálmate, Jorge, cálmate y entiende.

Jorge miró con desconcierto a ese hombre que hablaba de la muerte de su hermano como de algo que no merece la atención que él exigía por la gravedad de las circunstancias, odió su risa que no tenía cabida en ese salón y odió a Miguel por la ligereza con la que hablaba de esa tragedia que era suya, solo suya. Él no tenía el temple de hombre para hacer frente al asesino y reparar la dignidad de los Carrasco. Entonces Jorge dijo algo de lo que se arrepintió de inmediato:
–Debiste ser tú y no Ernesto. Mejor te hubieras muerto tú, Miguel.
–Amigo, estás confundido, sin embargo así fue; no murió mi hermano Ernesto, fui yo quien murió en el accidente de ayer.
Una campanada agitó a las almas que escuchaban la conversación y partieron al vuelo delos frisos del templo, el tañido fue como una risa sarcástica que avisó el error y la hora: las tres de la tarde en punto.
Más avergonzado que asustado Jorge no levantó la cabeza para aclarar la confusión y no vio a Miguel desvanecerse en el aire sagrado de la iglesia, solo oyó los pasos solemnes de los asistentes a la misa y después lo sacudió la mano que cayó sobre su hombro. Estaba seguro, era Ernesto con traje de luto quien lo saludaba para hablar.