Por: Sarko Medina Hinojosa
La esquina de la avenida La República con calle San Miguel siempre fue territorio de don Fermín y doña Esperanza. Su tienda —si es que se le podía llamar así a esa construcción de calaminas azules oxidadas y maderas que el tiempo torció— era más vieja que la mitad del barrio. Desde 2015 no habían cambiado nada: las mismas botellas de Inca Kola en vidrio que ya nadie compraba, los mismos chicles Adams que se ponían duros como piedra con el calor, las mismas galletas Soda Fénix en sus paquetes desteñidos por el sol.
—Esperancita, ya llegó el pan —anunciaba don Fermín cada mañana a las seis, como si ella no hubiera escuchado la bocina del triciclo panadero.
Ella salía arrastrando las yanonaras, el mandil floreado sobre el vestido raído de siempre, y acomodaba los panes tres puntas en la canasta de mimbre. Ese era su único producto estrella que se vendían a manos llenas: pan calientito para el desayuno de los empleados, las chachas, los hijos esclavos y usados como mandaderos, los borrachos que necesitaban algo sólido después de la noche en el infierno.
Nunca hablaban de los hijos que no tuvieron. Tres veces la barriga de doña Esperanza se hinchó con la promesa de vida, tres veces la sangre se llevó esa promesa por el desagüe del Hospital Goyeneche. Después de la tercera pérdida, don Fermín le agarró la mano mientras ella lloraba en la sala de recuperación y le dijo:
—Ya no más, mamita. Nosotros dos nomás vamos a ser.
Y así fue. Se bastaron el uno al otro por cuarenta años en esa esquina, viendo crecer el barrio, viendo cómo los Oxxo, Mass y los Tambo se multiplicaban como plaga, llevándose a los clientes que compraban aceite suelto, arroz por kilos, azúcar en bolsitas de plástico.
—Fermín, otro Tambo abrieron en la esquina de abajo —le decía ella mientras contaba las monedas de la venta del día: doce soles con cincuenta céntimos.
—Que abran pues. Nosotros seguimos aquí nomás.
Seguir era cada vez más difícil. Las botellas de cerveza que alguna vez fueron su fuerte ahora las vendían una cada muerte de Papa. Los chicles se quedaban tanto tiempo que cuando algún niño despistado compraba uno, salía duro como cemento. Don Fermín los ablandaba poniéndolos al sol un rato antes de venderlos, pero igual quedaban como para romperse una muela.
El pan era lo único que los mantenía a flote. Treinta soles al día, cuarenta en un día bueno. Suficiente para la comida, los pasajes para bajar al hospital de cuando en cuando y las medicinas de ambos, un balón de gas cada 4 meses, un cuy con maní en día de los cumpleaños para sentirse ricos.
Los domingos cerraban temprano y se sentaban en sus sillas de plástico rajadas a ver pasar la vida. Los vecinos nuevos ni los saludaban, apurados siempre con sus celulares, sus audífonos, sus vidas que transcurrían en otra frecuencia. Los viejos del barrio iban muriendo o mudándose con los hijos. Quedaban cada vez más solos.
—¿Te acuerdas del chiquito ese que se orinó? —preguntó doña Esperanza una tarde, sin razón aparente.
—¿Cuál de todos?
—El del ojo morado. Ese que su papá le pegaba.
—Ah, el Jaimito. Claro que me acuerdo.
No era fácil olvidarlo. Tendría unos siete años la primera vez que apareció, el ojo izquierdo hinchado, morado verdoso, lágrimas secas en los cachetes. «Doce panes y una mantequilla», pidió con voz de ratón, extendiendo un billete de diez soles. Don Fermín buscó el cambio en la lata de leche Gloria que usaban de caja registradora. No había sencillo. Nunca había sencillo.
—Dile a tu papá que no tenemos sencillo, que venga él —dijo don Fermín, sabiendo lo que eso significaba al momento de terminar la frase y arrepentirse.
El niño se puso pálido. Luego verde. Las piernas le temblaron y un charco oscuro empezó a formarse en sus pantalones.
—Ay, criatura —doña Esperanza salió de atrás del mostrador—. Ven, ven acá.
Lo llevó al bañito que tenían atrás, lo limpió como pudo con agua de la pileta, le prestó un short viejo de quien sabe quién. Don Fermín metió los panes y la mantequilla en una bolsa, agregó un par de caramelos de limón de Motta.
—Toma mijito. Y dile a tu papá que sí teníamos sencillo pero que se nos acabó y que fuimos a buscar y por eso demoraste y que te cayó agua por casualidad pero te prestamos el short, ¿ya?
El niño asintió y salió corriendo. Volvió al día siguiente, y al siguiente. A veces con plata, a veces sin nada más que otro moretón fresco en el cachete, en el cuello, en los brazos, en las piernas. Don Fermín y doña Esperanza nunca le cobraron completo. Le guardaban los chicles menos duros, aunque igual había que masticarlos con fe. Le apartaban el pan más doradito. Le preguntaban por la escuela, por los amigos, por todo menos por los golpes.
Así pasaron los años. El niño creció, los moretones espaciaron, un día llegó con uniforme de secundaria, otro día les contó que había ingresado a la San Agustín, que estudiaba Ingeniería Electrónica. Seguía comprando en la tiendita cuando todos los demás preferían los minimarkets con productos genéridos y cajeros malhumorados.
—Me voy a Lima —les dijo un día, ya hecho un hombre con esperanzas provincianas—. Conseguí trabajo en una empresa.
Doña Esperanza le preparó un paquete con galletas rancias y chicles duros para el viaje. Don Fermín le dio un abrazo corto, incómodo, el único que le dio en todos esos años.
—Cuídate.
—Voy a volver. Les prometo que voy a volver.
***
Don Fermín empezó a toser en agosto. Una tos seca primero, con flema después, con sangre al final. El SIS, las colas interminables, los doctores apurados que no explicaban nada. Cáncer al pulmón, terminal, tres meses con suerte.
—No te preocupes, Esperancita. La tienda es tuya, tú sigues nomás.
Pero ella no pudo seguir. No sola. Se sentaba en la silla de plástico de él, vendía el pan de la mañana cada vez a menos gente, cerraba temprano. Los vecinos la veían hablar sola, preguntarle a la silla vacía si ya había llegado el pan, si había sencillo, si se acordaba del niño del ojo morado, del joven licenciado que nunca pagó su cuenta, de la señora que abandonó al esposo para irse libre de culpa, por el gato de los Mendieta, por la pelota de los Hinojosa, por el alma del finado Ballón, por la Contralora y su hijo de la moto, por todos los fantasmas.
La encontraron una mañana de diciembre, sentada en su silla, el mandil puesto, los ojos cerrados como si estuviera durmiendo. En la mano tenía un papel arrugado: el recibo de los panes del día, treinta soles, los mismos que se enfriaron esperando clientes que ya no vendrían.
***
Volví de Lima apenas me enteré. Me avisó Bazurco, uno de los niños con los que jugaba cuando mi padre se emborrachaba y se cansaba de pegarme. Dos años fuera y todo había cambiado menos esa esquina. Ahí seguía la tienda de calaminas azules, ahora cerrada con un candado oxidado. Los vecinos me contaron el resto: don Fermín muerto de cáncer, doña Esperanza de pena un año después. Nadie reclamó nada porque no tenían familia. El municipio iba a demoler la estructura la próxima semana.
Forcé el candado. Adentro todo seguía igual: las botellas de Inca Kola cubiertas de polvo, los paquetes de galletas que ya habrían criado gorgojos, la canasta de mimbre vacía donde ponían el pan. En el mostrador, una cajita de chicles Adams, los mismos que me daban cuando era niño, duros como piedra pero endulzados con el cariño de dos viejos que me salvaron más veces de las que puedo contar.
Me senté en el piso de tierra, ahí donde me había orinado del miedo hace tantos años. Desenvolví un chicle. Efectivamente, duro como cemento, imposible de masticar. Me lo metí a la boca igual. El sabor a menta rancia me trajo todo de vuelta: las manos arrugadas de doña Esperanza limpiándome, la voz cansada de don Fermín diciendo «dile que no tenemos sencillo», los caramelos de limón que me daban para el camino, el pan más doradito apartado especialmente para mí.
Nunca les dije que ese día, cuando volví a casa con el pan y la mantequilla, mi papá no me pegó. Se quedó mirando el vuelto que le di, los cinco soles con cincuenta céntimos que don Fermín había sacado vaya a saber de dónde. «¿Esto es el vuelto?», preguntó. «Sí papá, me dijo el señor que disculpe, que no tenía más sencillo». Y por primera vez en mucho tiempo, no me tocó.
Salí de la tienda con el chicle todavía luchando contra mis muelas. En la esquina, un Oxxo nuevo brillaba con sus luces de neón. Al otro lado, un Tambo ofrecía promociones 2×1 en panes manteca con Nutella.
La ciudad seguía creciendo, modernizándose, olvidando.
Pero yo recordaría y sufriría. Recordaría a don Fermín y doña Esperanza, su tienda que olía a humedad y esperanza rancia, sus manos que daban aunque no tuvieran, su amor que no necesitó hijos propios para derramarse sobre un niño con el ojo morado que llegaba muerto de miedo a comprar pan. Sufriría porque ya tenía plata, pensaba en alquilarles un cuarto, total, mujer no tenía, mi madre murió hace tres años y a mi padre aún no sale de la cárcel. Tenía plata en el bolsillo para pagarles el gas, la luz, algo.
Guardé el chicle incomible en su envoltura y lo pude en mi bolsillo. Imposible de masticar, el dolor se me acrecentaba como la culpa y el mal sabor, hasta que volví a sentir sus voces. Aunque derrumben este quiosco, como sucedió dos meses después cuando ya volvía a Lima, sus voces me seguirán acompañando, porque nadie sabe cuándo le salvas la vida a otros, y eso no lo define ni la muerte.