Escribe: Sarko Medina Hinojosa

Cuando él empezó a hablar sintió que le temblaban las piernas. Trataba de interpretar cada palabra pero le era imposible, su mente viajaba de un lado a otro buscando una frase que le diera sentido a todo esto. Intuía lo que vendría al final, esas palabras que temía. Empezó a culparse entonces, como un mecanismo de defensa, una fórmula para hallar a quién cargar con el peso de la responsabilidad. En este caso al asumirla sentiría que pudo hacer algo, de repente estar más atenta, escuchar o dejar de hablar de sus dolores. Eso. A veces sentía que decir más sobre sí le quitó tiempo a la relación, que estar divagando en sus propios conflictos le hizo evadir los que sentía y tenía su pareja, ese hombre que amaba pero no llegó a conocer nunca, y que por lo que escuchaba, guardaba secretos. Entonces revirtió la culpa, no era solo ella, era también él, que no decía mucho y se callaba, que no aceptaba por lo que estaban pasando y le ocultaba información necesaria para que ella pudiera avanzar, sanar y estar lista para lo que venía, hasta hace un mes en que se armó de valor y la dejó con la verdad atragantada, una verdad a medias incluso, sin entender las consecuencias de esa traición a su confianza sobre su noviazgo.

Hoy trataba de escuchar, como no lo hizo el día de la confesión en que todo fueron lloros y gritos. La verdad completa era mucho más grave y sabía lo que vendría a continuación. No quería preguntar cómo pasó, era muy obvio, los dos dejaron de atender las señales de peligro sobre ellos y se dedicaron a dañarse por otros motivos más banales: que si el celular, que si las deudas, que si las visitas a la mamá de ella o los problemas en casa de él, que si no le gustaba su comida y la vomitaba…

Cuando escuchó la palabra «lo siento», se derrumbó, era el preludio de lo que intuía, no habría marcha atrás. Intentó ser fuerte y por lo menos mirarlo a los ojos cuando completara la frase final. No pudo, se sentó llorando en el sillón, mientras el médico pronunciaba: «dos a tres semanas de vida», supo que nada podría arreglarse entre ella y su novio, el ahora desahuciado paciente de cáncer al estómago.

El médico siguió hablando. Morfina, cuidados paliativos, papeles que firmar. Ella se levantó y salió del consultorio. Él la siguió arrastrando el suero. En el pasillo del hospital se detuvieron. Se miraron.

—Necesito un cigarro —dijo ella.

—Yo también.

Salieron a la terraza prohibida del tercer piso. Fumaron en silencio. Abajo, la ciudad seguía su curso. Ambulancias entrando, gente saliendo, vendedores de flores artificiales en la puerta.

—¿Desde cuándo lo sabías?

—Seis meses.

—Hijo de puta.

—Sí.

Aplastó el cigarro contra la baranda. Se prendió otro. Las manos ya no le temblaban.

—¿Y ahora qué?

—No sé. Morirme, supongo.

—No me refiero a eso.

—Ya sé.

Terminaron la cajetilla entre los dos. El sol pegaba fuerte sobre el cemento. A lo lejos se veían los cerros secos de siempre.

—Voy a necesitar mi ropa —dijo él.

—Está en bolsas negras. Iba a botarla.

—Mejor.

Bajaron por las escaleras. En recepción había que firmar más papeles. Alta voluntaria, medicamentos, próxima cita que ambos sabían que no habría. Salieron al mediodía calcinante. Tomaron un taxi.

En el departamento todo seguía igual de desordenado que esa mañana. Los platos sucios del desayuno, la ropa tirada, las bolsas negras junto a la puerta. Él se sentó en el sillón donde tantas veces habían peleado. Ella fue a la cocina y trajo dos cervezas.

—No deberías tomar —dijo ella.

—¿En serio?

Bebieron en silencio. El ventilador giraba inútil contra el calor. Por la ventana entraba el ruido de la calle, vendedores ambulantes, bocinas, perros ladrando.

—Necesito trabajar —dijo ella de pronto.

—Tengo deadline. Y las cuentas no se pagan solas.

Se levantó y fue a su escritorio. Abrió la laptop. Los dedos sobre el teclado, pero sin escribir nada. Él seguía en el sillón, la cerveza a medio terminar.

—¿Quieres que me vaya?

—No sé qué quiero.

—Puedo irme a un hostal.

—Con qué plata.

—Cierto.

Ella empezó a teclear. Un artículo sobre las mejores playas para visitar en verano. Quinientas palabras. Cincuenta soles. Él se levantó y fue al baño. Escuchó el sonido del vómito. Siguió escribiendo.

Cuando salió, tenía peor cara que antes. Se acostó en el sofá. Ella terminó el artículo y empezó otro. Restaurantes románticos en Barranco. Trescientas palabras. Treinta soles.

Mientras escribía sobre lugares a los que nunca irían, recordó el mes anterior. La confesión a medias: que se sentía mal, que había bajado de peso. No mencionó la sangre en el vómito que ella confundió con resaca. No mencionó las citas médicas a las que iba solo mientras ella creía que estaba con sus amigos. La verdad se la tragó como se tragaba ahora las palabras sobre parejas felices cenando frente al mar. Y ella, tan metida en su propia terapia, en sus ataques de ansiedad, en desmenuzar su infancia con la psicóloga dos veces por semana, que nunca preguntó por qué él ya no comía, por qué pasaba tanto tiempo en el baño, por qué sus besos sabían a metal.

—¿Cenamos algo? —preguntó él cuando oscureció.

—No tengo hambre.

—Yo tampoco.

Pero igual ella se levantó y calentó las sobras del día anterior. Arroz recalentado, pollo seco. Comieron en silencio frente al televisor apagado. Él apenas probó bocado. Ahora entendía por qué vomitaba su comida. No era que no le gustara. Era que su estómago ya no procesaba nada sólido. Y ella, ofendida, dejó de cocinar hace meses. Pizza, delivery, sobras. Mientras él se consumía por dentro.

—Debería llamar a mi madre —dijo él.

—Deberías.

—¿Se lo digo?

—Es tu madre.

No llamó.

Se acostaron en la misma cama por inercia. Cada uno en su lado, sin tocarse. En la oscuridad, el sonido de la respiración difícil de él. Los carros pasando por la avenida. Un perro ladrando en alguna azotea.

—¿Estás despierta?

—Sí.

—Perdón.

—Ya es tarde para eso.

—Lo sé.

A las tres de la mañana él se levantó a vomitar otra vez. Ella fingió dormir. Cuando volvió, se quedó sentado en el borde de la cama.

—No puedo respirar bien.

—¿Llamo al médico?

—¿Para qué?

Tenía razón. Se levantó y le trajo un vaso de agua. Se lo tomó a sorbos pequeños.

—Mañana me voy donde mi hermana —dijo él.

—Ok.

—¿Eso es todo?

—¿Qué quieres que diga?

—No sé. Algo.

Pero no había nada que decir. Los dos lo sabían. Se había acabado mucho antes del diagnóstico, mucho antes de los síntomas. Se había acabado el día que dejaron de hablarse de verdad, de mirarse, de importarles.

Por la mañana, mientras ella se duchaba, él metió sus cosas en las mismas bolsas negras. Cuando salió, ya estaba en la puerta.

—¿Te llamo un taxi?

—Ya pedí uno.

Se miraron por última vez. No hubo abrazo, ni beso, ni lágrimas. Solo dos extraños que alguna vez creyeron conocerse.

—Cuídate —dijo ella.

—Tú también.

El taxi llegó. Él bajó con dificultad las escaleras, cargando las bolsas. Ella cerró la puerta y volvió a su escritorio. Tenía tres artículos que entregar antes del mediodía.

Abrió una cerveza a las diez de la mañana.

No volvieron a verse.

Fin