Por Jorge Condorcallo Ccama

En la banca enclavada frente al viejo teatro, Octavio admira a Yira que es la efigie de la impaciencia; el cuerpo de Yira se apoya en la pared de la casona, hace la pose de brazos cruzados para comunicar la gran insatisfacción que siente. Ella lleva unos botines con hebillas plateadas con forma de calavera; los jeans ajustados de color negro; la camiseta negra con el estampado de su banda alemana favorita, Scorpions; casaca de cuero y el cabello negro, frondoso y suelto. Sus ojos profundos revisan a los peatones que pasan frente a ella y sus labios más negros que rojos maldicen lo que pronuncian. El atuendo formal de Octavio contrasta con el estilo agresivo de Yira.

—No seas terca, Yira, la he visto más de diez veces, en El Regreso de los muertos vivientes, la buena peli de O´Bannon, los zombis son paródicos de principio a fin y los prefiero a los de La noche de los muertos vivientes de Romero porque la combinación de tragedia y humor, de humor superficial, porque no es una comedia en toda regla, es lo que la hace creíble. Yo creo que la vida es patética, pueden ocurrir cosas graciosas en situaciones críticas y viceversa, eso percibo en la película de serie B. Los protagonistas caminan hacia la tumba contando chistes tontos —replica Octavio moviendo las manos con efusión.

Yira recoge del bolsillo la mascarilla y se tapa la boca mientras Octavio termina de explicar su postura. En un salto felino se acerca resuelta a su amigo hasta silenciarlo con sus ojos enloquecidos.

—¿Crees que soy bonita?

—Sí —asiente Octavio y la mira encandilado.

—¿Crees que soy bonita?

—Sí. 

Ella desliza las ligas de sus orejas con arte de bailarina y al caer la mascarilla aparece la grosera sonrisa de Yira que causa consternación en una señora que pasa con sus compras en los brazos.

—¿Aún crees que soy bonita?

— Sí, Yira, la más bella de las leyendas orientales-arequipeñas —canturrea Octavio sarcástico.

—¡Mierda!, ¡cómo me cagas! —ríe Yira.

— Perdón, ¿qué hago?, ¿te miento?

—¿Nos vamos a otro sitio?

Ella lo observa como si examinara a un animal pequeño que ha atrapado y está a punto de devorarlo. Yira no espera la respuesta del colega del club de los misterios paranormales, del cine gore extremo y de la literatura de H. P. Lovecraft. Lo toma del brazo y lo lleva a donde ella desea ir. Caminan por el sendero de adoquines del paseo Santo Domingo.

—¿Qué quieres hacer? —pregunta Octavio con su aura de indecisión que provoca la irritación de Yira.

—Es sábado, solo sé que no quiero ir a casa —contesta impostando una sonrisa de condescendencia a la noche.

—Te imaginas que nos crucemos con Mónica. —La interrumpe animoso.

—Nos la llevamos para hacer un trío. ¿Podrás con las dos, Octavito?

—Ya malograste otra leyenda. ¡Qué bárbara!

—Ya Octavio, si nos cruzamos con la Mónica me voy, los dejo solos, tú la enamoras con tus poemitas de amor y luego la aparecida te manda a la mierda, te vuelves loco y te matas. Qué vas a querer que te lleve a tu tumba: ¿rosas o claveles?

—Con que vayas me basta. ¿Llorarás?

—Sí, lloraré de la risa por creer en huevadas y que me entierren a tu lado por llorar por un cojudo. —Un pensamiento la hace suspirar —. Parece que estoy destinada a eso, a llorar por cojudos.

Se detienen antes de salir de la zona céntrica de la ciudad.

—Entonces, Yira: ¿nos quedamos, nos vamos, nos suicidamos?, ¿Qué hacemos?

—Lo último, pero antes, nos tomamos un roncito como dios manda que es sábado y tu y yo somos jóvenes, bellos y solteros.

—¿Estás segura?

— Sí huevón, ¿puedes o no?

— Ok, ok, pero adónde vamos.

—No te preocupes, tengo el lugar perfecto en mente, te va a encantar.

En la segunda parte de esta historia ambos amigos disfrutan de la charla en una banca del callejón que recorre la parte posterior de la Catedral de Arequipa; encubiertos por las dominantes sombras ríen escuchando la música que sale del teléfono. I Put a Spell on Youremece el largo muro levantado con piedras de sillar, la canta un Jay Hawkins en trance.

—Esta me gusta mucho más, tiene más ritmo, suena a cumbia. —Octavio bebe el ron del vaso de plástico.

—No me jodas, ¡esto es música!, ¿crees que suena a Agua Marina?, ¡qué sacrilegio!

—Pero tiene ritmo movido, tropical, se puede bailar.

Yira saca la lengua como una niña traviesa, hace una mofa; luego se pone seria y le habla a la botella:

—Me hubiera gustado ir a un cementerio contigo para embriagarnos hasta las últimas y contar historias de miedo echados sobre una tumba, pero este sitio no está mal, ¿verdad?

—Está tranquilo y puede que tengamos suerte para ver a algún aparecido. ¿tienes frío?

Antes que Yira responda con un comentario en doble sentido que mortifique a su amigo, Octavio se levanta, se quita el saco café que lleva y se lo entrega a Yira. Yira lo acepta sorprendida, no dice una palabra y se abriga.

—Te imaginas que allá —Yira habla con voz lúgubre y señala el extremo del pasaje con la botella en la mano —se aparezca el fraile, el monje, el cura o lo que sea y comience a acercarse a nosotros.  Mientras avanza los postes se apagan uno tras otro y notamos que la capucha esta vacía. La aparición lleva una farola en la mano y cuanto más se aproxima a nosotros, el farol va adquiriendo la forma de una cabeza humana, de su propia cabeza…

—Es curioso que nuestros cineastas locales no explotaron esa leyenda urbana. Tendrían hermosas locaciones para las escenas centrales.

—Una vez casi lo hice aquí, estaba medio borracha, con ganas de tener sexo y estaba todo vacío como ahorita y mi flaco no tenía plata para un cuarto.

La desfachatez y, a la vez, el tono festivo de las confesiones de Yira podría sonrojar a la propia catedral y al famoso religioso que lleva su carga horripilante en las manos.

—¡Mierda, Yira, cállate!, prefiero escuchar la leyenda del monje que mataron de un sablazo finalizada la misa y cuya cabeza se la llevó un perro del infierno.

—¡Octavio, tú usando malas palabras!, no puede ser, te estoy malogrando. Te apuesto algo, ¿aceptas? —propone con satisfacción y malicia.

—Dime, te escucho —contesta Octavio entre sorprendido y curioso por la proposición.

—¿Te acuerdas de nuestra amiga Verónica? —Ella saca un pequeño espejo de su bolsillo.

—No lo hagas y si lo haces no lo hagas mal, recuerda las reglas del juego: tienes que estar en el baño de una escuela pública, con las luces apagadas, frente a un espejo grande de pared e invocarla nueve veces a la medianoche en punto. Tú solo tienes ese espejito que usas para sacarte las canas.

—Es lo que tenemos Octavio, con eso suficiente. No seas cagón. ¿Apuestas?

—Ok.

—Si lo hago tú te tomas un vaso lleno en una.

—Ya perdí, hazlo, no importa. ¿Y si gano?

—Tendrás el premio de mi eterna y hermosa amistad, sin condiciones, en esta y en la otra vida.

—¡Qué ofertón! —Octavio se regodea por hacer sonreír a su compañera de la aventura.

Yira se despeja las nieblas de los ojos, se pone de pie con decisión de heroína, abre el espejo, mira en el reflejo sus ojos ensombrecidos por el maquillaje y pronuncia lentamente el nombre vetado por la maldición que convoca cada sílaba. A pesar de que solo es un juego de niños Octavio se muestra incómodo con el avance de la invocación.

—Verónica, Verónica, Verónica, Verónica, Verónica, Verónica, Verónica. 

—Déjalo, voy a tomar todos los vasos que quieras.

—Solo faltan dos más.

—Es una tontería.

—Tienes miedo, lo sé.

Yira pronuncia con solemnidad dos veces más el nombre de Verónica. Espera tres segundos de suspenso mientras revisa todo lo que hay a su alrededor como buscando algo que se le ha perdido.

—Ves, nada ha…

Octavio es interrumpido por un grito lacerante. Un chico, desde el extremo este del callejón, grita haciendo alharacas: “¡Están cachando! ¡Vayan a un hotel, cochinos!”. Yira, con asombrosa serenidad, toma la botella, llena el vaso hasta agotar el ron y lo entrega a un Octavio que echa espumas de ira por el comentario ofensivo del desconocido.

—¡La secas!

Octavio bebe de un trago todo el amargo contenido, está enojado y arroja el plástico al piso; él que se preocupa de reciclar cualquier envase para cuidar del medio ambiente.

— ¡Ya!, ¡ahora vámonos!

Caminan con parsimonia de procesión por la ancha vereda, no lo dicen; sin embargo, los dos piensan en la posibilidad de toparse con la Santa Compaña. Ella se apoya en Octavio para no caer, la bebida recién hace efecto en ambos, Octavio trata de caminar con normalidad, pero su cuerpo lo vence y se mece en el aire frío. 

—…y terminé con ese bastardo, hijo de puta, hijo de su reputa madre, si lo encuentro lo mato a patadas por pasarse de pendejo —confiesa con rabia de mujer engañada.

—Era inevitable, hasta las historias de terror suelen tener un gran final feliz, mejor para tique acabó. —Octavio trastabilla y se apoya en la pared para evitar caer.

—¡Estás borracho!, primera vez que te veo así, San Octavio.

—Tan borracho como tú, ¿qué trago barato compraste?

—Y ni un puto taxi.

—¿Qué dirás ahora?, ¿quién se puede aparecer?, una niña con su vestido blanco de organdí llorando en un paradero por su madre o un perro negro del averno que camina sobre sus dos patas como un hombre —Octavio simula en su alocución una voz de presentador de programa de misterio.

Yira se repone como si hubiera despertado del sueño:

—¿Quieres que te cuente algo?

—Cuéntame.

Con tristeza Yira inicia el epílogo de esta historia:

—Estoy muerta, desde hace un tiempo, sé que estoy muerta. 

—Me emborraché con una difunta —comenta Octavio con un rictus de incredulidad en la cara.

—No estoy bromeando, estoy muerta, recién me doy cuenta de lo que ha pasado —anuncia con creíble seriedad.

—No es cierto. —Octavio se frota los brazos para calentarse.

Yira ha adquirido una extraña palidez y continua con voz solemne:

—No te das cuenta, esta noche de historias tristes la has pasado con una muerta de leyenda de miedo sin saberlo, con una fantasma olvidada que ha olvidado quien es. Brindaste con mi corazón frío, tocaste mis manos heladas y me diste la última felicidad que quería: sentirme viva. Allá —Yira parece otra mujer y señala el último edificio iluminado de la cuadra —en esa esquina a la que llegaremos dentro de poco, en ese lugar me desvaneceré y comprobarás que lo que digo es verdad.

Octavio no responde a Yira, solo avanza y ella lo sigue, abstraída, penitente. Un silencio sepulcral los rodea hasta que Octavio gira en redondo y se planta frente a Yira.

Octavio con mirada de fatalidad la enfrenta:

—Francamente no me importa, tú me dices que eres una muerta y me revelas la sorpresa con suspenso de película, con giro de tuerca final, al estilo de Sexto sentido, pero yo te digo que ni así, siendo la entidad sobrenatural que revelas ser, no te has dado cuenta que hace meses soy yo quien está medio muerto de amor por ti. ¡Al carajo con todo!, Yira, si estás viva o muerta, si eres real o una fantasma, me da lo mismo, pero dime, aceptarías pasar lo que resta de esta noche conmigo y lo que nos resta de vida.

Yira se estremece con el soplo de calor que la cubre de pies a cabeza y se sonroja al sentir una vergüenza que experimenta por vez primera; el taxi que pasa junto a ellos golpea el claxon para rescatar al muchacho alucinado que toma la mano helada de la aparición de ultratumba. 

Una sonrisa clara y llena de una inocencia que no había mostrado hasta entonces tuerce la boca de Yira. Octavio la lleva del brazo, caminan sin hablar hasta llegar a la vieja construcción que ella señaló en su historia de aparecida. No se desvanece porque la propuesta de su amigo la hace vibrar de emoción, encuentran una puerta entornada que es el umbral a otra dimensión. Yira sube un peldaño y se mete en la densa oscuridad que la devora. De esa espesura sin fin sale la mano transparente que recoge a Octavio como a un niño indefenso, él se acerca enamorado al final inesperado y ambos suben por la escalera empinada, se sumergen en el canto de las campanas que doblan en la torre de la catedral para marcar la medianoche. 

En el tiempo que Octavio y Yira se guarecen de la luz, los vientos soplan frío de muerte.Finalmente, un aullido lejano que predice la desdicha se rompe en el vigoroso alarido que atraviesa la ventana del segundo piso donde Yira es presa del espasmo de su vientre para después desvanecerse sobre el cuerpo de Octavio que la abraza con todo su corazón cansado. En los arrullos que se dedican en la intimidad del cuarto de luces apagadas, Octavio estremece a los demonios de las tres de la mañana con el extraño comentario que a cualquier otra mujer habría alarmado por romper el encanto, y peor, provocaría la huida de la cama, de la habitación y de la casona antiquísima, pero para Yira fue la señal del destino de haber encontrado al compañero perfecto:

—¡Que coincidencia!, sabes, creo que fue en este hotel y en esta habitación donde se suicidó el chico universitario junto a su novia luego de una noche intensa de sexo, marihuana y güija. Salió en las noticias, ¿te acuerdas? Dijeron que fue por celos, yo leí en un blog que fue porque abrieron un umbral que permitió la entrada a una entidad antigua y cruel. Eso y los espíritus de los chicos siguen aquí.