Por Romario Huamani
Son las seis de la tarde… La lluvia cesa por momentos. Gotas gordas cuelgan al ras de los techos de calamina y los tendederos de ropa: ¡plaf!, ¡¡plaf!!, una tras otra cae en la acera agrietada empozándose. A lo lejos, el cielo tornasolado asoma su último brillo azulino sobre los extensos campos de viñedo atravesados por el río. Y en el follaje otoñal de árboles de Huarango y Molle se oyen pajarillos silbando al unísono del viento helado. Vuelve la lluvia con intensidad. El olor a tierra mojada se impregna en los zapatos de cuero y en los pantalones rasgados de los viajeros que llevan sus vacas desde las lejanas chacras hasta el camal, cuesta arriba, por la carretera con dirección a las chancherías. Poco a poco los lugares comunes como el parque y la capilla quedan deshabitadas; incluso los cerros, en su magnífica grandeza, abandonan su proyectada sombra en el campamento minero de casas de madera y cemento para anunciar la noche inevitable que llega como un manto grisáceo a gobernarlo todo.
Ello un domingo cualquiera, pero no en un lugar cualquiera. A pocas cuadras de la cancha deportiva de Cerro Colorado, se eleva el mirador de las despedidas en un callejón oscuro. Desde su altura, frente a un acantilado, diariamente se observa a los hombres cual hormigas salir de casa para habitar su rutinaria vida de obreros en los socavones. Cansados como de costumbre, su mirada trémula busca desesperadamente el alivio en los ojos de sus pequeños hijos que se despiden con un fuerte abrazo hasta la mañana siguiente. Solo entonces las silenciosas cuadras dormitan bajo la vigilia de postes de alumbrado en cada esquina solitaria. No obstante, los gatos coloridos aprovechan para continuar jugando en los techos y vuelcan de rato en rato sus ojos rapaces en los murciélagos que revolotean en el bajo cielo.
Los buses van llegando pese a la lluvia, otros quedan varados al extremo de la ribera. Y por el altavoz general se da aviso del imposible ingreso al asentamiento minero a causa del huayco. Consiguientemente, vuelven los goterones en los techos y las familias se organizan para colocar baldes y ollas en lugares estratégicos y así evitar una inundación. En el transcurso las ratas felpudas son descubiertas huyendo despavoridas a buscar refugio en los huertos frutales y gallineros empolvados. Los pocos adolescentes que juegan fulbito en la loza deportiva terminan empapados y se citan al siguiente día, a la misma hora, para continuar con el partido y saldar la apuesta. Entonces, los ancianos, sentados en los bloques de cemento, tienden sus mantas al aire y se cubren la cabeza. Se levantan, con dificultad en las rodillas, carajeando el mal tiempo y observan a su alrededor confusos las cenizas en el aire hasta dar con el basural incendiado cerca al cementerio que sirve para dividir la parte alta y baja del pueblo.
La noche avanza y el ambiente se torna brumoso. El fluido eléctrico se corta en las viviendas y solo los dichosos encienden una lámpara a gasolina mientras otros se conforman con prender algunas velas a esperar que el fuego se consuma para descansar. Algunos borrachos se quedan a la intemperie. Sacuden sus cabezas mojadas sin coordinación y continúan brindando con vino bajo el amparo de las esteras de una bodega. La lluvia hace una tregua con el valle, pero las visitas en la posta del poblado terminan y las esposas salen corriendo luego de dejar la cena caliente y ropa limpia a sus maridos que están internados por sufrir accidentes dentro de la mina. Suspiran mientras descansan y dejan caer sus manos sin fuerza al cuerpo.
Esta noche, una irreconocible tristeza agita los corazones de todos las personas y nadie quiere salir fuera de casa hasta que termine la tempestad.