Por: Sarko Medina Hinojosa
La esperaba a la puerta de la universidad, bajo un cielo que parecía derramarse en tonos anaranjados como si el ocaso hubiera decidido adelantarse a la cita. El viento arrastraba hojas secas que danzaban en círculos a sus pies, como presagiando un remolino de emociones.
—Tengo que hablar contigo, es importante —dijo él, con voz que parecía brotar desde una profundidad insondable.
Ella estaba preparada para todo lo que le diría. En sus sueños recientes, esta conversación ya había ocurrido mil veces, siempre con distintos finales que se desvanecían al despertar. Se adelantó, mientras las nubes se arremolinaban en su mente como pensamientos en fuga.
—No, no voy a explicarte por qué no te llamé ayer, tampoco por qué le puse «me gusta» a la publicación de mi amigo al que le gusto según tú. Tampoco y menos voy a contarte qué conversé por celular con mi amiga hoy por la mañana cuando me viste reír. No voy a esperar que se te pase la rueda de preguntas para que luego me expliques que lo que quieres no es controlarme sino que esa es tu manera de amar, que necesitas saber que te amo y cuánto te amo.
El mundo pareció detenerse a su alrededor. Los estudiantes que pasaban se volvían sombras difusas, como fantasmas en una película desenfocada.
—¿Por qué dices todo eso? —preguntó él, con ojos que reflejaban un océano turbulento.
—Es que estoy cansada, realmente te amo, pero lo que exiges es que sea tu mamá —respondió ella, mientras sentía que las palabras escapaban de su boca como pájaros liberados de una jaula largamente cerrada.
—¿Qué?
—Sí, no quería decírtelo nunca pero para que veas lo aburrida que estoy de representar siempre la misma pelea. Tienes un problema: buscas a alguien que te ame sin condiciones, que solo viva para ti y tus necesidades, que cuando te enojes trate de calmarte, que te entienda, que te perdone, que siempre esté disponible. Eso no es ser pareja, eso es ser madre.
Él bajó la cabeza. Sus manos se abrieron y cerraron como si intentaran atrapar algo que se deslizaba entre los dedos: arena de un reloj invisible que marcaba el final de algo que nunca supo nombrar correctamente.
—Venía a decirte algo importante —insistió con voz quebrada, frágil como cristal fino a punto de romperse.
—Lo siento, pero no puedo seguir. He tomado una decisión —dijo ella, sintiendo que cada palabra cortaba un hilo invisible que los mantenía unidos.
—Mi mamá murió esta mañana.
Un silencio denso, pesado como plomo fundido, cayó entre ambos. El murmullo de los estudiantes que salían de clases se volvió un zumbido lejano, como si de pronto estuvieran sumergidos en aguas profundas donde los sonidos llegaban distorsionados.
—Carlos, yo… no sabía… perdóname —balbuceó ella, mientras sentía que el suelo se abría bajo sus pies.
Él hizo un gesto vago con la mano, como apartando una mosca invisible o quizás una lágrima que aún no se atrevía a caer.
—Lo curioso es que siempre me decía que me cuidara, que comiera bien, que no anduviera tarde en la calle. Y yo me quejaba. Le decía que dejara de tratarme como a un niño —una sonrisa triste se dibujó en su rostro, como una luna menguante en un cielo sin estrellas—. Y ahora que no está, solo quiero escucharla una vez más preocupándose por mí, yo no esperaba eso de ti, ¿Por qué desearlo si ya lo tenía?, no encuentro razón en tus palabras, solo una excusa para terminar.
Ella intentó tocarlo, pero él retrocedió como si su mano fuera una llama que podría quemarlo.
—No vine a contarte esto para que me consueles o para que te sientas mal. Solo creí que debías saberlo, se supone que somos, bueno, éramos pareja. Ahora entiendo perfectamente lo que acabas de decirme. Tal vez tengas razón, vine a decírtelo en persona en vez de mandarte un mensaje, eso habla mucho de mi dependencia a ti.
Giró sobre sus talones y comenzó a alejarse. Su silueta se recortaba contra el sol poniente, alargándose como una sombra que se estira antes de ser engullida por la noche. Ella lo llamó, pero él no se volvió, como si su nombre pronunciado por aquella voz ya no tuviera poder sobre él.
Una semana después, recibió un mensaje suyo, palabras luminosas en la pantalla oscura de su teléfono que parecían flotar como luciérnagas en la noche: «Encontré unas cartas de mamá. Escribió una para cada cumpleaños futuro mío. Parece que sabía que iba a morir. La de este año decía que te dejara ir, que estabas lista para un hombre, no para un niño. No sé cómo lo supo. Siempre fui transparente para ella, supongo. Sigue con tu vida. Yo intentaré aprender a vivir sin madres que me cuiden.»
Nunca respondió al mensaje. Las palabras se quedaron suspendidas en el éter digital, como un eco sin respuesta. Pasaron los meses, transformándose en estaciones que cambiaban el paisaje a su alrededor mientras su interior permanecía estancado en aquel atardecer.
Los remordimientos se acumulaban como sedimentos en el fondo de un río. Le había arrojado su diagnóstico a la cara justo cuando más vulnerable estaba. Tres meses después, no pudo más. Le escribió un escueto mensaje: «Necesito saber cómo estás.»
La respuesta llegó dos días después: «Sobreviviendo.» Nada más.
Comenzaron a intercambiar mensajes esporádicos, primero triviales, luego cada vez más personales. Él le contó sobre el proceso de duelo, ella sobre sus clases. Un día, él le preguntó si podían verse para tomar un café. Ella aceptó.
Se encontraron en una cafetería neutral, territorio sin recuerdos compartidos. Él había cambiado; en sus ojos habitaba una sombra nueva, pero también una determinación que antes no tenía. Hablaron durante horas. Cuando se despidieron, acordaron verse de nuevo la semana siguiente.
Así, paso a paso, comenzaron a reconstruir algo diferente a lo que tenían antes. No era perfecto, pero era real. Él aprendía a no depender tanto, ella a no juzgar tan duramente. A veces discutían, pero las discusiones ya no seguían el mismo patrón circular de antes.
Una tarde, seis meses después, él la llamó como siempre en la tarde.
—Voy a jugar fútbol con los chicos después del trabajo, no me esperes despierta, terminaremos noche.
—¿Llevas agua? ¡Y abrigo!, te puse chompa en la mochila —respondió ella automáticamente.
—Sí, mamá —dijo él, hubo un silencio extraño y luego rió—. Perdón, fue un chiste cojudo.
Ella también rió, pero algo se quedó vibrando en el aire entre ellos. Se despidieron con normalidad y, esa misma noche, mientras ordenaba su habitación, encontró una fotografía de ambos. La imagen parecía vibrar entre sus dedos, como si contuviera vida propia. Al reverso, con su letra: «Para mi niño grande». No recordaba haberlo escrito. La caligrafía era suya, pero las palabras… las palabras le resultaron extrañamente ajenas.Un escalofrío le recorrió la espalda mientras contemplaba la fotografía bajo la luz mortecina de la lámpara. Dejó la fotografía sobre la mesita de noche y apagó la luz, pero no pudo dormir. En la oscuridad, las palabras «mi niño grande» parecían brillar con luz propia, como un eco que llegaba desde el más allá.
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