Por: Víctor Miranda Ormachea
Desde niño, mi vida ha sido una cadena de obsolescencias coleccionadas: juguetes de plástico abandonados en cajas, cómics con páginas amarillentas, libros apilados como muros contra el vacío. Pero nada se compara al día que compré mi primer álbum, no era solo música, sino un tesoro mundano, como diría un buen amigo mio. Décadas después, sigo preguntándome: ¿por qué los coleccionistas gravitamos casi obsesivamente hacia el rock? ¿Qué pacto secreto firma nuestro cerebro con el género de los riffs distorsionados y las portadas psicodélicas?
1. El álbum como artefacto: cuando el rock se convirtió en religión material
El rock no inventó el disco, pero sí lo consagró como objeto de culto. Mientras el pop de los 60 vendía singles efímeros, bandas como Pink Floyd o Led Zeppelin transformaron el LP en una experiencia multisensorial: portadas elaboradas, letras crípticas, booklets con créditos en tipografía microscópica, este fetichismo no fue accidental. Según Simon Reynolds, el rock elevó el álbum a la categoría de «obra de arte total». Donde música, diseño y narrativa se fusionaban en un ritual de consumo, coleccionar discos se volvió un acto de devoción, una forma de poseer no solo sonidos, sino mitología.
El jazz y la música clásica tienen discografías vastas, pero carecen de esa narrativa épica. ¿Cuántos coleccionistas de Mozart pueden citar anécdotas sobre su «etapa salvaje» en Salzburgo? El rock, en cambio, teje biografías caóticas que convierten cada vinilo en un capítulo de una saga interminable.

2. Dopamina y distorsión: la química del riff adictivo
La neurociencia ofrece pistas crudas. Estudios del McMaster Institute for Music and the Mind revelan que los cambios bruscos de dinámica —comunes en el rock progresivo y el post-punk por ejemplo — activan el núcleo accumbens, liberando dopamina. Un crescendo de guitarras (como el de «Stairway to Heaven») o un ritmo sincopado («Burning Down the House» de Talking Heads) crean picos de placer que el cerebro busca repetir. No es casualidad que el formato físico —vinilo, CD — refuerce este ciclo: la acción tangible de colocar un disco, bajar la aguja o abrir un booklet convierte la escucha en un ritual, no en un stream pasivo.
El reggaetón, el folcklor, el pop, la cumbia, y otros símiles, en cambio, operan bajo lógicas opuestas. Su consumo es funcional (el baile, ser fondo sonoro), no contemplativo. No hay que «coleccionar» a Karol G; su música es ubicua y transitoria , como el aire acondicionado en un centro comercial.
3. Tribus y tótems: el coleccionismo como rito de pertenencia

Antropológicamente, coleccionar rock es un acto tribal. Poseer el primer pressing de «Nevermind» no es solo tener música: es portar un símbolo de identidad. Como señala el etnógrafo Clifford Geertz, los objetos culturales funcionan como «textos materiales» que articulan códigos de pertenencia. El heavy metal lleva esto al extremo: sellos discográficos como Nuclear Blast o Roadrunner diseñan portadas y logos que son casi runas para iniciados.
Este tribalismo explica por qué el coleccionista de salsa — género igualmente rico — rara vez alcanza la obsesión del rockero. La salsa se baila; el rock se estudia, se cataloga, se debate en foros oscuros. Hasta su material gráfico (fotos de conciertos, recortes de revistas, pósters) se vuelve mercancía sagrada.
4. La paradoja del cazador: la obsesión se vuelve jaula

La estantería de cualquier coleccionista, repleta de vinilos y ediciones especiales, es tanto un museo como una prisión. Baudrillard advirtió que el coleccionista «no ama los objetos, sino la abolición del tiempo». Cada disco es un intento de congelar un instante: los primeros acordes de «Zero», de Smashing Pumpkins, el gemido de Janis Joplin en «Piece of My Heart», y ahí precisamente se encuentra lo irónico: cuantos más objetos acumulamos, más lejos estamos de la esencia que buscamos.
El pop moderno, efímero y digital, evade esta trampa, nadie colecciona NFTs de Taylor Swift con la misma pasión que un bootleg de Velvet Underground. El rock, al morir comercialmente en la era digital, se volvió el cadáver perfecto para embalsamar.
Epílogo: ¿por qué no podemos dejar de cazar fantasmas?
Coleccionar rock es una forma de nostalgia activa, un duelo por un tiempo que nunca existió. Cuando buscamos ediciones japonesas de Bowie o vinilos de color de The Mars Volta, no estamos comprando música, sino la ilusión de que el arte puede ser eterno.
¿Es saludable? Probablemente no; como toda adicción, oscila entre el éxtasis y la ruina. Pero en un contexto en donde hasta el punk extremo se vende como souvenir, quizás este fetiche por lo tangible sea un último acto de resistencia, tal como profesa el simbolismo de Lester Bangs: «El rock ‘n’ roll es un campo de batalla. Lo que importa es qué lado eliges».
Y yo, entre mis pilas de discos rayados y folletos viejos, casi sin darme cuenta, he elegido el bando de los que prefieren el polvo al olvido.