“¡Dios no existe!”, estaba seguro de mi sentencia y hoy estoy en está larguísima cola, desde las tres de la mañana, para la entrevista definitiva con mi creador.
En la víspera de la llegada del que juraba no existía, discutí con Elena, si puede calificarse de discusión a una conversación por wasap con memes y argumentos copiados de Internet. Ella es una fervorosa creyente y yo soy ateo; corrijo, lo fui. Sabíamos de antemano que no íbamos a llegar a un punto en común, creo que discutíamos por el solo placer de pelear hasta el agotamiento.
—Buenas noches, Gabriel, me voy, mañana tengo clases en la U. Rezas antes de dormir.
—Cuídate, Elena, que la ciencia te bendiga.
Dios apareció un martes de diciembre, lo precedieron las campanas de todas las iglesias sacudidas por manos invisibles al son de las trompetas ominosas de una orquesta angelical que vibraba en medio de las nubes. El pie blanco cubrió el paisaje verde de la campiña que la ventana de la combi me permitía ver y tuve que romper el vidrio para escapar cuando el pánico se apoderó de los pasajeros ya que no se podía abrir la puerta que el cobrador había asegurado antes de huir. La calle era un hervidero de desesperación y locura, una joven me abrazó con su rebosante juventud que aplastó contra mi pecho; otras mujeres hicieron lo mismo con los hombres que no las conocían y las recibieron, a ellas y a sus hijos, sin excusas, con abrazos protectores.
En los ruegos por la histeria desatada que brotaba por doquier levanté la mansa mirada y me quedé perplejo ante aquello que parecía una montaña en movimiento. El gigante con la cabeza escondida en la troposfera, más allá de las copiosas nubes, avanzaba en silencio.
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Los locales y turistas que alimentaban a las palomas en la Plaza de Armas recibieron alarmados la pesadilla andante del fin del mundo que llenó el cielo. Cuando la sandalia, como un meteorito, bajó a aplastarlos gritaron hasta el paroxismo y terminaron encogidos de terror en el piso. Pero cuando no percibieron el peso doloroso de la muerte se irguieron confundidos para buscarlo en el firmamento. Se había transformado, redujo su tamaño en un santiamén, y lo encontraron en medio de ellos del porte de un hombre alto, esplendoroso al igual que el sol al mediodía.

Los niños incentivados por la inocencia y la curiosidad vencieron el miedo natural, se acercaron al visitante para conocer la fuente de la luz que irradiaba. Con la confianza de quien no identifica una actitud amenazadora, de la multitud emergieron las manos con los teléfonos para fotografiar al extraño de cabellos dorados y ojos del color de la luna que parecía esperar una orden superior. Sin embargo, aquellos que quisieron alcanzar la manga diamantina de su ropa fueron repelidos por la barrera invisible de su poder inconmensurable. Informados del caos que dominaba el centro de la ciudad, los periodistas acudieron al epicentro de la noticia para describir en sus transmisiones lo que acontecía en la tumultuosa plaza y escucharon sobrecogidos, como el resto de mortales, la autoritaria voz que provino de las alturas, la voz de un ángel que tronó en castellano el aviso: “Él es Dios padre, hijo y espíritu santo, Dios de amor y perdón, nuestro señor está con vosotros para abrir las puertas del cielo y del infierno”. Huestes de soldados con armaduras y alas en sus espaldas bajaron de los nimbos y empujaron al gentío para que Dios pueda pasar entre la multitud exaltada; lo escoltaron hasta la hermosa catedral de piedra de sillar.
El acontecimiento se hizo viral. Se propagaron los videos de la aparición que los expertos en tecnologías revisaban fotograma a fotograma para verificar su autenticidad en tanto los chovinistas se enorgullecieron por la elección de “la Ciudad Blanca” para que sea la casa del todopoderoso.
—Amigo, ¿aún crees que Dios no existe?
No respondí a la pregunta sarcástica que Elena posteó en mi muro de Facebook. Me sobrepuse a mi derrota en la admiración por el clamoroso rezo que hizo la población creyente al unísono por el perdón de los pecados del pasado, del presente y del futuro.
El Dios hebreo convocó a una reunión en el templo defendido por los beligerantes tronos. Los convocados, los alcaldes, gobernadores y el arzobispo de la ciudad, además de los líderes de las iglesias católica, evangélica y mormona acudieron diligentes al llamado. Los representantes de los grupos religiosos menores que no recibieron la sagrada invitación protestaron en el frontis del templo con pancartas y altoparlantes por la gran discriminación que sentían del Dios al que habían honrado con sus diezmos y adoraciones. Los alados descendieron enfurecidos por la protesta irrespetuosa y los atravesaron con sus espadas de acero celeste. Antes que las palomas se disputaran los ojos y las tripas calientes de los cadáveres, una polvareda se levantó por la acción del viento cálido y conciliador que recompuso a los muertos; los resucitados volvieron a sus casas temerosos del poder de Dios y sin mirar hacia atrás como aconsejan los evangelios.
—¿Quieres salir a caminar antes de ir al infierno? —mi broma recibió un aplauso.
—Ok, a dónde vamos —escribió Elena y yo no podía creerlo. Nuestra primera cita.
Terminada la extenuante junta el alcalde provincial comunicó el importante mensaje que dictaminaba nuestro porvenir: “Dios nos ha hecho entender que su presencia maravillosa es el anuncio de la llegada del Apocalipsis, el fin de los tiempos, y nuestra ciudad, siempre servicial y agradecida, fue seleccionada por su voluntad para poner a prueba su magnífico plan y corregir los errores que puedan acontecer. Somos el plan piloto de esta obra mundial, ¡Qué orgullo! Con nuestra población de millón y medio de habitantes se inicia el juicio en el que se pesará el alma de cada hombre, mujer, adulto o niño para recompensar su fe con una vida eterna y prospera”. Fingió una sonrisa de satisfacción y agregó: “Para dar ejemplo del compromiso que asumimos, seré el primer arequipeño en ser juzgado. Además, conciudadanos, trabajaremos con los alcaldes distritales, la Policía, Serenazgo, los líderes religiosos, los arcángeles y la misma virgencita de Chapi para que este proceso se desarrolle con corrección y eficiencia”.
A la proclama municipal que dio la vuelta al planeta en medio del estupor e incredulidad general siguió la publicación del cronograma oficial que no admitía reclamos ni postergaciones para que nos presentemos en la fecha asignada a la sede sacra para acreditar con documentos y hechos comprobados el derecho a un lote en el paraíso. Nos organizaron por apellidos para el proceso, desde la letra A a la Z, de ocho de la mañana a siete de la noche, por doce meses exactos. En un año estaría finalizada la relación de los seleccionados y en el último día del universo, marcados los benditos y los malditos iremos sin chistar al cielo de las dulces sinfonías o al foso volcánico de los gritos donde cocinaremos nuestras culpas.
—Creo que me enamoré. ¿Puedes creerlo?
—En el amor si crees. Demuéstrame que existe.
Pasaron los primeros seis meses. En febrero besé a Elena.
El miedo invadió el departamento y, confieso, nos sumió en una mansedumbre vergonzosa. Las parejas de convivientes, prósperas en su amor o no, intimidadas por el severo castigo asistieron a las masivas ceremonias donde se sigue impartiendo el sacramento del matrimonio por la felicidad de ellos y la tranquilidad de su descendencia; los recién nacidos son pesados, vacunados y salpicados con agua bendecida en la primera atención postparto de los hospitales; las celosías de los confesionarios instalados como cajeros automáticos se deterioran en el ácido de los pecados que las traspasan de sol a sol. Los curas y las misas se trasladaron a los estadios magníficamente ataviados para acoger a las multitudes arrepentidas que han cubierto con la cera de sus cirios penitentes las pistas atléticas. Los domingos se celebran las misas a cada hora hasta el desfallecimiento por cansancio del escuadrón de sacerdotes que las ofician por la creciente demanda del espíritu santo que baja puntualmente de su gloria en cada comunión.
—Te estuve llamando, Elena, quiero verte… te extraño.
—Gabriel, no podemos vernos más, el padre Marcos me aconsejó que no ponga en riesgo mi excelente expediente de buena católica por un chico que fue ateo.
Amenazadas por el rigor de las escrituras y la antiquísima moral patriarcal, las hijas temerosas de su honor buscan a sus primeros amantes de las noches olvidadas para ser desposadas a fuerza de convencerlos con las mismas argucias con las que ellos las sedujeron o amenazarlos con los sufrimientos que señala el antiguo testamento si no cumplen como varones. No hay desencuentros ya que ellos también las buscan porque están conformes con borrar las manchas infames de sus libros. Ellas, las novias, visten de blanco sin sonrojarse por el atrevimiento y los elegantes novios asienten con indiferencia en el altar: “Hasta que la muerte los separe” y se aman una vez más con el pleno derecho que otorga el sacramento al gozo; aunque, esta vez sea sin ganas, sin deseo legítimo.
El Ministerio de Salud, alineado con la política del altísimo, prohibió la prescripción del condón para la consumación del acto sexual porque, argumentaron los expertos en sus extensos informes, interrumpe el curso natural de la reproducción humana. Lo normaron los autosuficientes en materia de religión sin tomar en cuenta las voces autorizadas en prevención que apoyan la promoción del preservativo que evita los embarazos no deseados, protege la vida misma e impide que la salud se abisme por las enfermedades que lastimosamente todavía no tienen cura. El ministro de esta cartera aprobó los permisos de los centros de reorientación sexual que expiden los certificados, con sello de psiquiatras y catequistas, que los otrora homosexuales adjuntan a sus expedientes para demostrar su conversión oficial a la normal heterosexualidad y así salvarse de la inclemencia del Levítico y del Deuteronomio.
En la nueva realidad subieron al espacio sideral los precios, en los mercados, de las carnes de los animales clasificados como rumiantes puros que son los que podemos comer para cumplir con nuestra dieta saludable y balanceada con base en pan sin levadura, pescado fresco, verduras, miel y ayunos que purgan la maldad del cuerpo y qué nostalgia por los sabrosos adobos de cerdo bien condimentado de nuestros domingos por la mañana que nos transportaban al Valhala.
La ley de Dios es rígida, no obstante, lo reconozco, no es discriminatoria porque en los pueblos jóvenes, arrinconados entre los cerros grises, los justos apedrean a las madres solteras por serlo y en las residenciales también las matan los justos con corbata, aunque a falta de piedras, por el avance de la modernidad, se valen de las patadas y los puños. En los bancos, hospitales, colegios y en todos los edificios públicos se exhiben los avisos que prohíben, bajo pena de lapidación, el ingreso de mujeres que están menstruando y de los discapacitados porque empañan los cristales y contaminan lo que tocan con su mala sangre. En los modernos altares construidos en cada cuadra, se sacrifican corderos, palomas, perros, gatos, cuyes; cualquier animal es aceptado por el fuego para quedar bien ante los ojos del creador que inhala satisfecho los humos que despiden sus regalos. Un desgraciado de la parte alta de la ciudad, desprestigiado por su vida de asesino a sueldo, carbonizó a su primogénito de un año de edad con el anhelo de sentir la mano que detuvo la locura de Abraham y que todo le sea perdonado, nadie lo contuvo en el exceso por pagar sus pecados mortales. Los policías de la unidad antidisturbios acompañados de los fiscales especializados en la ley de Moisés se encargan de inspeccionar se cumpla el día de reposo, los agentes disparan a matar a los insensatos que no respetan el sábado de descanso y adoración. Las calles del centro huelen a basura, a sangre y a miedo.
“Padre nuestro que nos estás jodiendo, bien cagado sea tu nombre…”, escribieron con aerosol en el muro del monasterio y los autores de la blasfemia, descubiertos por el omnisciente, perdieron sus manos bajo los mandobles afilados de la justicia cristiana y sus vidas tras limpiar la pared con sus muñones y un estropajo metido en la boca. El aire y el mar, con sus ondas invisibles y sus cables submarinos, fueron confiscados por el altísimo y su verbo se entronizó en los medios informativos para dictar la editorial a sus acólitos; en consecuencia, el locutor popular del noticiero de la mañana en su populista programa radial que levanta a las masas con el arma de la indignación olvidó las rentables injurias contra los burgomaestres que le roban al pueblo por la suprema misión de incitar la castración del Ministro de Educación y los congresistas de izquierda que respaldaron con sus firmas el currículo escolar que insertó en sus contenidos la controversial igualdad de género y el provocador Programa de Educación Sexual: “Pues hay que ponerse los pantalones señor ministro, sea hombrecito y elimine esa ofensa a las buenas costumbres, hay que hacer lo que dice papá Dios, señores, o queremos vivir como animalitos, necesitamos una educación en valores religiosos ¿o no?, a ver hay llamadas, adelante, escuchamos…”.
—Se lo merecen esos malditos diablos —dijo un buen padre de familia que metió la cuchara en la boca de su niña.
Los hermanos de la pequeña rieron, la risa escupió trozos de papas fritas que masticaron sin hambre. Los dos casi adolescentes sorbieron la chicha morada y se empujaban con codazos en las costillas.
—¡Coman tranquilos, no jueguen! —riñó la buena madre.

—¡Cómo se queman esos huevones, por faltosos, ahí está pues su ciencia, ellos nos obligaron a usar la mascarilla y ponernos las vacunas en la pandemia, que se jodan! —El marido cascó el hueso mientras miraba atento el televisor del restaurante donde el biólogo inglés y militante ateo, que se atrevió a calificar de ignorancia el creer en la conversión del cuerpo en pan y la sangre en vino en un debate que encontraron archivado en Youtube, fue quemado por su herejía en la plaza de San Pedro en Roma. En la pira, el experto darwinista, se encumbró sobre los otros hombres que fueron reducidos por defender el método científico y acusados de tal afrenta por el investigador creacionista que corrigió en seis mil años la edad real de la tierra y calculó con anodino método que en el mismo instante de la concepción los protoembriones son insuflados con un alma sensible. Dios confirmó la exactitud del estudio y recompensó a las gestantes que participaron de la última convocatoria de la “Marcha por la vida” obsequiándoles trillizos en sus vientres; ellas sintieron el sobrepeso del milagro que ocasionó felicidades por triplicado, nacimientos prematuros y en algunos casos, paradójicos, dolorosos abortos.
Yo no firmé el pedido en la carta que mandaron a Roma para que el Papa interceda por su feligresía y exija una actitud más tolerante y de respeto a la dignidad humana de su supremo jefe, la buena iniciativa se habrá traspapelado en la oficina de los petitorios olvidables porque no hubo un pronunciamiento de su santidad y continuó la gobernanza dura de la monarquía impuesta que se agravaba conforme pasaban las semanas. Nos grababan a fuego las sentenciasen la piel: una zarza ardiente o un macho cabrío. Desde entonces esas fueron nuestras marcas de identidad y en función a esas marcas nos segregaron en la sociedad, en las oficinas, en los impuestos, en la escuela, en el transporte público, en los partidos de fulbito; a mí no me importaba jugar para el equipo de los justos o hacer goles para los condenados. La pasaba tranquilo e indiferente en espera del último viernes de noviembre que era la fecha del juicio en el que recibiría mi primera y última marca, mi tatuaje hecho con un hierro candente sobre la piel.
Mi paciencia de santo se agotó cuando nos enteramos del concilio que en secreto pactaron los cardenales del Vaticano con Dios. La investigación periodística puso en evidencia la solución que dieron a un tema de gravedad, la polémica se hizo tendencia y los documentos que demostraban la villanía de los que se auto proclamaban honestos se compartieron en las galerías de las redes sociales. No era para menos: el vicario de Cristo y el piadoso Jehová acordaron, ipso facto, perdonar a los miles de pederastas con sotana y sentencia firme que la justicia humana había condenado; la iglesia los reconocía mártires y fue insultante la ceremonia de excepción en la que vimos a los violadores alzar vuelo, en primera hornada, rumbo al paraíso a donde solo debe ir la gente buena. Pasaron por encima de la felicidad plácida de los vestidos de purpura y de la desesperación de sus víctimas que creían haber encontrado algo de justicia.
—Elena — La contacté en mi cólera —, discúlpame y si no lo haces no me importa, pero te digo que tu Dios es un maldito, es un desgraciado que no sabe ser Dios.
Alisté la ropa que iba a ponerme, los documentos y ajusté el reloj despertador la noche anterior a mi entrevista para recoger la carpeta al levantarme y salir sin apuros de mi casa.
—Los caminos del señor son inescrutables 🙂 —Era ella por el wasap.
La mandé al diablo, no tuve ganas de borrar el mensaje. Elena escribió una carcajada y redactó su respuesta que era producto de la enajenación que le causaba la comunidad de acólitos y marías llena eres de gracia que frecuentaba.
—Quizás seas tú quien lo conozca muy pronto. — Me estremecí en mi sitio, no por la malicia de su respuesta sino por el fuerte temblor que remeció el hemisferio.
Le pusieron por nombre “Ajenjo” a la estrella roja que cayó en el sur de África por decisión del divino hacedor y en consonancia a los pedidos de los supremacistas que interpretaron el génesis con prejuicio y odio racial. El impacto que descolocó a la tierra de su eje fue la señal de partida del juicio final en el resto del mundo.
—¡Amén! —contesté a su provocación y daba por hecho que Elena no volvería a escribirme ni yo a ella.
La comerciante cubierta de lápices, caramelos, borradores, papeles y más artículos nos ofreció una indulgencia autentica para sumar puntos en el examen, el muchacho que me antecedía regateó poco y compró la hoja con un billete de cien nuevos soles. La vendedora lo premió con agua bendita y le dio el vuelto. A las siete estaba por ingresar a la avenida Independencia, al mirar el reloj nuevamente eran las diez y estaba por el templo de Santo Domingo, avanzábamos porque el encargado de juzgarnos lo hacía con rapidez. Caminaba preocupado, reflexivo, por las veredas que se expandían y se acortaban; me cerraron el paso los puestos de comida con los platos repletos de papas rebozadas con ají que competían con los buñuelos de zapallo con miel. Los que pasaron temprano ese día por la sala de juicios almorzaban hambrientos los colosales sándwiches de lomo saltado; en cada mordida voraz se arrugaban las insignias imborrables que ostentaban en sus frentes. Una mujer joven, tan bonita como María Magdalena, se secó las lágrimas con papel higiénico y convencida por un muchacho locuaz entró al cuarto fabricado con palos y plásticos para disimular la afrenta que afeaba su rostro de ángel, por diez soles maquillaban a los reprobados que querían evitar los miserables insultos de sus prójimos.
Yo observaba cada detalle desde mi puesto en la fila, hundido en el calor húmedo de noviembre, estaba tranquilo para no enturbiar mis pensamientos que podrían delatarme, lo único que me preocupaba era que podía herirme con el cuchillo envuelto en un trapo que llevaba apretado contra mi cintura, parecía que me quemaba, podría ser por la alta temperatura de la hora o por el miedo que corría con frenesí por mis venas.
—¡Caminen carajo! —vociferó un impaciente a los que se extraviaban en el pánico, me enderecé y revisé por última vez el Facebook porque estaba a tres postulantes de ingresar por el pórtico de la catedral a la entrevista con Dios. Mis amigos me habían etiquetado en lo que parecía el adelanto de una taquillera película de ciencia ficción. Me puse los audífonos y apreté la pantalla para reproducir el video, observé incrédulo como las aguas de un río hervían a cien grados centígrados, reconocí la geografía del lugar, ese río era el Nilo; el líquido saltaba, bullía en la cocina del desierto africano, el vapor que subió en columnas tejió una larga cortina en la que se vislumbró la forma borrosa de un hombre de aspecto y tamaño sobrehumano del que parecía emanar el calor porque alrededor de sus pies giraba el agua en un torbellino caudaloso. En la orilla agitada, los egipcios y los extranjeros que podían ver con detalle y claridad lo que sucedía levantaron sus manos en rendición, cerraron sus ojos deslumbrados y cayeron de rodillas en una reverencia…

—¡Qué es esto!
—¡Avanza huevón!
No importaba la impaciencia de mis vecinos en la cola ni los insultos de quienes querían acabar con la exasperante burocracia del divino, volví a la realidad porque estaba a un juzgamiento de mi turno, vi el halo dorado que resaltaba su majestuosa silueta tras la muralla de guardias que cerraban el acceso con sus lanzas cruzadas.
Recibí un mensaje, era Elena.
—Hola, ¡feliz cumpleaños! Me pasé de la raya, sé que hoy estás en tu evaluación, deseo que te vaya muy bien. ¿Podemos vernos más tarde? Te extraño… uhm, viste ese video, parece real, no se qué creer…
No pude leer más del mensaje porque pronunciaron mi nombre con solemnidad, dejé la fila y fui hacia el pasillo de la nave. Al fondo estaba él, los ángeles bajaron la guardia y mis piernas se movieron sin control, corrí hacia Dios para liberarnos de su yugo, para matar al inmortal.
—¿Sabes cuantos, mejor preparados que tú, lo han intentado? No seas necio. —Se comunicó conmigo, sentí su conciencia dentro de mi cabeza—. Cuánto haces será inútil, lo sabes.
Lo sé aún así quise intentarlo, pensé en mi odio razonado para que lo lea y saqué el cuchillo mientras dejaba atrás las bancas principales, corrí perseguido por el torbellino de soldados armados. Él hizo un gesto de placer, confiado de su poder, y cuando estuve a un par de metros levantó su mano para aplastarme como quien va a matar una molestosa mosca de su mesa. No cerré los ojos para ver la muerte de frente y que el acto de valor sea la única victoria para mí en mi último onomástico. Mis piernas me dieron un último impulso, no pude avanzar más porque un soplo de tormenta me lanzó contra el púlpito.
Al recuperarme noté un agujero en la cúpula por donde entraba el radiante sol del mediodía, cayeron pedazos de piedra sobre los titanes que se median con desprecio, antes de intentar asesinar a Dios en mi imposible hazaña de mortal resentido se me anticipó un ser de piel de color azul y seis brazos hercúleos. El singular personaje lanzó, sin esperar más, varios ganchos simultáneos que Dios resistió con gran esfuerzo y mayor sorpresa.
Una de los puñetazos logró su meta y sacudió el hígado de su contendiente, el rostro divino se desfiguró en un gesto partido por el tremendo dolor que tuve la impresión experimentaba por primera vez. Un segundo directo le desencajó la mandíbula.
—¡Al infierno! —me condenó con su mirada de rabia que abrazó mi mente luego de escupir su sangre primordial que se agitó en el piso de alabastro.
No importaba lo que me deparaba el destino, quizás sea una nueva historia que aún nadie conoce. No pude pensar en nada más honesto que el fuego que se movía en mi corazón y él lo sabía, ambos lo sabían porque ellos estaban más allá de todo entendimiento. Por esta vez tomé partido y elegí un bando. Mi mano que tanteaba el piso de escombros fue bendecida, encontré la espada que abandonó un arcángel destrozado por el recién llegado. De mi boca huyó mi alma perseguida por el grito que ofendería a Elena, a sus ancestros y a mí tía Karina que es una fervorosa testigo de Jehová:
—¡Vamos a sacarle la mierda a este concha de su madre!