Por Sarko Medina Hinojosa
El último día que Lucas vio a sus padres fue un Viernes Santo. Ese día, como otros, se drogó. En esa época, las calles estaban llenas de ambulantes que vendían incienso, mirra, cruces, herraduras, caparinas y diana. En los sitios que él conocía, se vendía alcohol, cigarros, marihuana, pasta y cocaína. Se llevó de todo un poco para su casa y se intoxicó durante toda la noche.
Al día siguiente, su madre entró a su cuarto y, a pesar del olor nauseabundo, no pudo reprimir sentirse dolida y culpable. Amaba a su hijo y concentró todo ese sentimiento besándole la frente y acariciando esa cabeza llena de rizos hirsutos mientras le susurraba algo desde lo profundo de su corazón al oído. Luego, le dejó una nota en la mesa de la cocina indicándole que le preparara el desayuno a su hermanito menor, porque ella y su papá se iban a comprar las cosas de la semana al mercado.
A eso de las diez de la mañana, su hermano de seis años lo despertó llorando porque unos hombres estaban tocando fuerte la puerta de la calle y lo asustaron. Cuando les abrió, todavía estaba ebrio de drogas, con los ojos legañosos y la conciencia confusa. Al ver a los policías, recordó la vez que lo llevaron al cepo por tener en su poder doscientos gramos de hierba, así que empezó a temblar.
Pero la Policía no venía a llevárselo por drogas, sino a llevarlo a la Morgue Central para que identificara a sus padres. En medio de su confusión y dolor, no atinó a hablar más que para dejar encargado a su hermanito con una vecina. En el camino, le contaron que la combi en la que viajaban al mercado se estrelló con un taxi y que después una camioneta impactó contra la combi en seguidilla. Sus padres murieron allí.
Ya en la cámara fría de la morgue, sacaron de las congeladoras los cuerpos tapados de su padre y su madre. La primera, al ser destapada, revelaba un rostro preocupado, con una mueca incierta. Sus labios, amoratados, nunca lo volverían a besar, a llamar a comer, a reclamarle que cambiara, pensó. En su padre, encontró una mueca de tristeza, como si el último pensamiento no fuera de dolor sino de pena. Los brazos musculosos de su padre, que muchas veces lo sostuvieron cuando estaba ebrio, ya no lo harían jamás.
En medio de las sombras de su incertidumbre, firmó los papeles correspondientes, autorizó el trato con una funeraria y se fue a su casa. En el carro, empezó a llorar; las nubes de la droga se le disiparon por fin y comprendió la terrible realidad: se había quedado solo, pero no solo él, sino también su hermanito que lo esperaba para recibir la terrible noticia. ¿Cómo explicarle a un niño algo así? ¿Cómo decirle que el amor que necesita, el abrazo cuando llora, cuando siente hambre, tiene pesadillas y necesita a alguien que lo escuche cuando está triste, ya no estará más?
Los niños son un misterio; a veces, toman las noticias más terribles con la simplicidad de la realidad. Juancito lloró un rato en los brazos de su hermano, pero luego le preguntó si tenía hambre, porque había sobrado algo de los sándwiches de mantequilla que había preparado por la mañana, ya que nadie le había hecho el desayuno. Fueron a la cocina y encontraron la nota de la mamá. Esta vez, el que no paró de llorar fue Lucas.
La pelea legal por la tenencia de su hermano fue dura. Lo acusaron de ser drogadicto y, sí, los análisis revelaron lo imborrable. Así que el pequeño fue a parar a manos de sus tíos paternos, estrictos y duros que no le permitieron verlo. Lucas cayó en una profunda depresión y se volcó a las drogas de nuevo. Las noches las pasaba envuelto en el humo nocivo que entraba en sus pulmones, matándolo lento mientras trataba de olvidar con cada inhalación el dolor de ser un paria.
Una noche, Lucas escuchó una voz que le hablaba en susurros. A la mañana siguiente, el eco de esa voz lo persiguió por la casa, no lo dejó tranquilo. Cuando juntó los soles necesarios para su dosis diaria de droga, se dirigió hacia la Calle del Desengaño, pero algo le impidió continuar, se dio media vuelta y, huyendo, no paró de correr hasta llegar a su casa y refugiarse entre las sábanas de su cama para llorar hasta quedarse dormido.
Al día siguiente, comenzó por ordenar su cuarto. Retiró los papelitos de periódico de los rincones más inhóspitos, limpió su escritorio, desechó papeles, sacó la ropa sucia y fregó el piso. Mientras se ventilaba la habitación, barrió y arregló los demás espacios: la cocina, el cuarto de sus padres, el patio. Lavó su ropa y durmió para luego levantarse y prepararse algo de comer. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía comida fresca, por lo que optó por atún y pan seco. Al día siguiente, fue a su trabajo lavando autos para ganar unos soles. Así lo hizo durante tres semanas más hasta que juntó lo necesario para llamar a su hermano, ir donde un pariente lejano para pedirle trabajo y comprar unos regalos para Juancito. El domingo fue a visitarlo y le permitieron verlo por media hora.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, hermanito, pero te extraño y me da miedo en las noches, mi cuarto es frío —respondió el niño con una mirada de aprehensión.
—No te preocupes, todo va a cambiar —le prometió y se fue.
Las semanas siguientes fueron una lucha contra su adicción. A veces tenía que encerrarse y tomar pastillas para dormir. En los centros de rehabilitación, donde lo llevaron sus padres en el pasado, las rejas y los «hermanos» le impedían escapar para fumar. Allí, en la soledad de su casa, su voluntad era su carcelera.
A veces recaía y al día siguiente se levantaba con una ira que lo consumía durante días. Pero ir a ver a su hermano, limpio y llevando alimentos para poder estar con él unos momentos, lo motivaba a seguir adelante. Los tíos observaban este cambio en él sin decir nada. Un día conversaron. Le explicaron que Juancito estaba muy inquieto cuando no lo veía, que no nunca reía con ellos y que, al parecer, él había dejado la droga.
—En todo caso, Lucas, vamos a permitir que te lleves a Juancito los fines de semana y, si sigues así, tal vez, óyeme bien, tal vez puedas quedarte con él —le dijo su pariente, muy serio y mirándolo a los ojos.
Imaginen despertar a las seis de la mañana de un día entre semana: hay que preparar el desayuno, sacar la basura, planchar la ropa para que el escolar vaya al colegio, despertarlo, asegurarse de que se bañe con el agua tibia de una terma comprada con esfuerzo. La mesa limpia tiene panes frescos con mantequilla, mortadela, mermelada. El plato de desayuno está servido con arroz y huevos fritos. La taza contiene leche con chocolate. El niño come todo mientras le cuenta a su hermano lo que hará ese día en el colegio. Cuando se va el niño, el hermano mayor ordena la casa y se va a trabajar contento. ¿Es un sueño? Puede ser, la realidad y la felicidad a menudo se combinan para producir una sensación de irrealidad, pero para Lucas, esta es la rutina de su nueva vida, una vida limpia, si cabe la expresión.
Pero falta algo.
Un día, a tres años de la muerte de sus padres, ambos están en una representación de la Pasión y Muerte de Cristo, en el distrito de los Andenes Floridos. Juancito hace muchas preguntas sobre ello y Lucas intenta responder con lo que aprendió en el colegio. De repente, se acuerda de unas palabras.
—¿Sabes lo último que me dijo mamá? —le dice a su hermanito.
—¿Algo sobre mí? —pregunta el pequeño.
—Sí, me dijo al oído que tenía que cuidarte, pero me lo repitió también después, para que no lo olvide, eso me salvó —. Se hace un silencio y el viento les susurra nuevas cosas al oído.
—Creo que mamá sabía que iba a morir —dice el pequeño, con esa madurez que le caracteriza. —Sabes hermano, yo sé que hacías cosas malas, pero ya no. ¿Eso es un milagro? —pregunta.
El hermano mayor medita un momento recordando.
—Sí, Juancito, creo que eso fue un verdadero milagro —le contesta y se van caminando, comiendo sus manzanas acarameladas.
FIN
Cuento publicado en el libro Palo con Clavo y Santo Remedio.