Por: Víctor Miranda Ormachea
En 1995, durante una entrevista incendiaria, Björk respondió a la pregunta de si se sentía responsable del impacto de su música en la audiencia con un lacónico: «Es problema de ellos». Tres décadas después, la frase sigue resonando como un mantra herético para un mundo obsesionado con moralizar el arte. La pregunta, sin embargo, no es nueva: ¿debe el artista responder por cómo su obra es interpretada? La respuesta, como veremos, se encuentra en la naturaleza misma de la música como lenguaje autónomo y no en sermones bienintencionados.
La música como acto ontológico: el arte no es un servicio público

La música, siguiendo a Heidegger, existe como «un acontecimiento de verdad». No es un vehículo para transmitir moralejas, sino un ente que se revela en su propia materialidad sonora. Tomemos «Prison Sex» de Tool (1993), canción cuyo título provocó escándalo por su supuesta apología a la violencia. Sin embargo, su estructura rítmica no «incita» a nada: es una exploración de la asfixia emocional, no un manual de conducta. La obra musical, como interpreta el filósofo, no es un instrumento ni un mero objeto, sino un acontecimiento ontológico que abre un mundo y al mismo tiempo resguarda la tierra; entendida como lo inagotable. Es decir, su esencia está en su existencia, no en su utilidad.
Este principio se aplica incluso a géneros considerados «peligrosos». El black metal noruego de los 90 — en escencia anticristiano y con marcada estética necro — no fue necesariamente un llamado al caos, sino una reacción estética contra la homogenización cultural. Cuando Euronymous de Mayhem afirmó que el black metal debía ser brutal, mortífero y provocar miedo, donde el ruido no era estética, sino dogma, no pedía seguidores, sino que construía un universo simbólico. La responsabilidad del artista termina donde empieza la obra; el resto debe ser jurisdicción del oyente.
Neuroplasticidad y falacia del mensaje
La neurociencia desmonta el mito de la música como programadora conductual. Salimpoor et al. (2011) mostraron en «Nature Neuroscience» que, durante los picos emocionales al escuchar música, se libera dopamina en el núcleo accumbens sin vínculo con conductas agresivas. Y Sharman y Dingle (2015) encontraron que la exposición a música extrema metal (como los blast beats de Napalm Death) no aumenta la ira, sino que la regula, elevando sensaciones de actividad e inspiración. Al mismo tiempo, revisiones de neuroimagen confirman que la música modula la amígdala sin inducir comportamientos violentos. En cambio, estimulan la liberación de dopamina en el núcleo accumbens, asociado al placer de lo novedoso. Es decir, escuchar «Scum» (1987) no convierte a nadie en anarquista; lo sumerge en un juego de tensiones y resoluciones que el cerebro procesa como experiencia estética, no ética.
Casos como el de Judas Priest, acusados en 1990 de incitar al suicidio con «Better by You, Better than Me», ilustran esta confusión. El juicio —que absolvió a la banda— ignoró que la percepción de mensajes subliminales depende de la codificación predictiva cerebral: oímos lo que esperamos oír. ¿Responsabilidad del artista? La misma que tendría un pintor abstracto si alguien ve demonios en sus trazos.
Antropología del ruido: cuando la cultura juzga lo que no entiende

La historia del arte musical es una crónica de pánicos morales. En 1956, Elvis fue tachado de «corruptor» por mover las caderas; en 1992, Body Count enfrentó censura por «Cop Killer»; y hoy, Olivia Rodrigo es cuestionada por «vampirizar» las angustias adolescentes en «Vampire». Y es que cada época proyecta sus fobias en la música, confundiendo provocación con pedagogía.
La antropología cultural explica esto como «rituales de demarcación»: sociedades que etiquetan lo transgresor para reforzar sus normas. El gangsta rap de los 90 (N.W.A., Ice-T) no glorificaba la violencia: documentaba la realidad marginal usando el lenguaje de la calle. ¿Era responsable Dr. Dre de que adolescentes blancos de suburbios imitaran su retórica? Eso sería tan absurdo como culpar a Tarantino por los tiroteos en la vida real, solo porque se parecen a escenas de Pulp Fiction.
El oyente como filtro, no como víctima
La idea de que el arte debe ser «seguro» supone una infantilización del receptor. La psicología evolutiva demuestra que el cerebro humano está programado para discernir entre ficción y realidad desde la infancia. Un estudio de Jacqueline D. Woolley y Victoria Cox (2007) publicado en «Developmental Science» demuestra que, a los 4–5 años, la mayoría de los niños ya juzgan que los personajes de los cuentos no son reales, incluso cuando los imitan. Aplicado a la música: escuchar «Fuck tha Police» no anula la capacidad crítica sino que la presupone.
Artistas como Peaches — cuya «Fuck the Pain Away» (2000) fue tachada de obscena— operan en este margen. Su trabajo no es un manual de sexualidad, sino una exploración lúdica del tabú. ¿Debe autocensurarse? Eso equivaldría a negar que el arte es, por definición, un espacio de experimentación que está más allá de lo políticamente correcto. Y podemos decir que sucede lo mismo con casi todo el reggaeton y el trap.
El Estado como censor fallido: educar y no paternalizar

Si algo debe hacer el Estado, es proveer herramientas para decodificar el arte, no mutilarlo. En Alemania, tras el notable crecimiento de la música de extrema derecha en la década de 2000, el Deutsches Jugendinstitut publicó en 2009 el informe Rechtsextreme Musik. Ihre Funktionen für jugendliche Hörer/innen und Antworten der pädagogischen Praxis (Música de extrema derecha. Sus funciones para los jóvenes oyentes y las respuestas de la práctica educativa), que documenta 20 proyectos de educación preventiva en colaboración con escuelas y centros juveniles para enseñar a distinguir entre simbolismo artístico y apología ideológica. Como resultado, la generación de jóvenes oyentes de metal extremo desarrolló un sentido crítico que les permite diferenciar con claridad la expresión artística de cualquier mensaje político o ideológico.
En contraste, la censura de «God Save the Queen» de Sex Pistols (1977) solo mitificó la canción. La prohibición, como señaló Foucault, «no suprime; multiplica». La responsabilidad no es del artista, sino de un sistema educativo que prefiere prohibir a explicar.
Epílogo: Björk y el derecho a no ser la Madre Teresa
Volvamos a Björk. En «Army of Me»(1995), la islandesa rugía: «If you complain once more, you’ll meet an army of me». La canción, lejos de ser un llamado al autoritarismo, era un himno de autoafirmación. ¿Podría malinterpretarse? Sí. ¿Es su deber edulcorarla? No.
Como ella misma declaró en 2023, en la era de su espectáculo «Cornucopia»: ‘Se trata de averiguar cómo podemos mantener la humanidad y el alma en los mundos futuros que estamos construyendo, donde la naturaleza y la tecnología pueden colaborar». Björk no fabulaba utopías, sino que perfilaba un futuro viable, donde el alma no es ajena al código. Y es que, el arte no es un servicio de terapia colectiva; es un espejo deformante que refleja —no dicta— los dilemas humanos. Exigirle mensajes positivos es como pedirle a un huracán que arrase selectivamente.
Coda final: el arte como territorio de riesgo
La música, liberada de su función utilitaria, es un territorio semántico explosivo: desde los cantos de trabajo afroamericanos, donde la resistencia se cifraba en pulsaciones aparentemente inocuas, hasta el hyperpop de 100 gecs, que retuerce el autotune en un manifiesto de crítica social. Cuando Rammstein construye paisajes industriales acusados de autoritarismo, cuando Diamanda Galás invoca demonios terrenales, o cuando Arca deconstruye el dembow y de paso la sexualidad, no buscan adeptos, sino activar nuestra amígdala cultural con la incomodidad. Esa es su eficacia y no su propaganda.
Susan Sontag afirmaba que el verdadero arte no adorna, sino que desestabiliza. Así que la próxima vez que alguien reclame «responsabilidad» a un artista, recordemos que el único deber del creador es ser fiel a su voz, esa es su única brújula válida. Exigirle otra cosa es desconocer la esencia misma del arte. El resto, como diría Björk, es problema nuestro.