Por: Sarko Medina Hinojosa

Los pasadizos del Penal de Socabaya de Varones son de color verde fosforescente. A fuerza del contacto con los cuerpos tienen un brillo grasoso y, en la parte baja, el sucio de pisadas ha dibujado una línea oscura que parece delimitar dos mundos. En esos pasadizos circulan cientos de historias que nunca saldrán a la luz, tanto porque sus protagonistas huyen de cualquiera que parezca un periodista como porque muchos prefieren ser un rostro más entre la masa gris de reclusos, mientras más anónimos, mejor.

Algunos, sin embargo, movidos por un resorte extraño a los barrotes que los rodean, se acercan a los visitantes externos que les llevan consuelo o palabras de fe, para confesar algún pasaje de su vida. Son momentos raros llenos de solemnidad, como entrar a un pasaje secreto en una pirámide y descubrir, a veces con horror, a veces con asombro, que la vida es más de lo que pensamos. Esto es lo que me contó uno de ellos, mientras sus ojos vacíos miraban un punto inexistente entre nosotros:

«Mire usted, yo ya estaba jubilado anticipadamente por un accidente que tuve en la fábrica donde trabajaba, por eso usaba un bastón. Me quedó una pensión miserable, pero suficiente para mis pocas necesidades. Mis hijos no me soportaban porque el genio me cambió bastante después del accidente. Como si junto con mi pierna me hubieran amputado la alegría. Mi único entretenimiento era sentarme desde temprano en la grada de la puerta de mi casa para ver pasar a los vecinos.

Mi tarea diaria consistía en observar la vida de los demás, que si la vecina salía a dejar a sus hijos al colegio con el pelo todavía mojado, que si el vecino regresaba a tales horas oliendo a trago barato, que si zutanita se compraba vestido nuevo para su amante, que si menganito se perfumaba así o asá para engañar a su mujer. Nada, absolutamente nada se me escapaba. Todos hacían malas cosas para mí, nadie estaba libre de pecado. En casa ya nadie me escuchaba porque se me iba la existencia entera en criticar a los vecinos, en desmenuzar sus vidas como quien pela una fruta y la va haciendo trizas. Me daba cuenta, en algún rincón de mi conciencia, de que estaba haciendo mal, pero ¿quién te puede cambiar cuando no quieres escuchar?

Porque sí me hablaban, claro que sí. Mi hija mayor me decía que no fuera así, que los demás no eran como los describía, que la vida ya era suficientemente dura para todos. Pero yo me entercaba en mi torre de juez improvisado. Hasta que uno de los hijos de un vecino, nunca supe realmente por qué, fue sacado de su casa una mañana por policías y llevado en un patrullero. No me interesó averiguar el motivo, lo único que me importó era que para mí ese ‘delincuente’ por fin tenía su merecido. No recuerdo ahora si realmente antes de eso el muchacho hizo algo o se metía en problemas; el verlo entrar a una patrulla fue suficiente para sentenciar toda su existencia.

Los días siguientes, ante cualquiera que quisiera escucharme —y muchos que no queríanpero igual sometía—, le aseguraba que el muchacho iba esposado como un criminal, que los policías lo tuvieron que llevar a fuerza, que lo acusaban de algo fuerte y que seguro no volvería por el barrio. El muchacho volvió a los pocos días, pero mi tarea de desprestigio debió ser tan grande que la familia entera, al poco tiempo, se marchó. Para mí eso fue la confirmación de que el chico había cometido algo imperdonable y que los padres tuvieron que pagar una fuerte suma para que lo dejaran libre. Mi sentencia era irrevocable.

Así continué por algunos meses más, reinando desde mi pequeño trono de cemento en la entrada de mi casa, hasta que una tarde, los más pequeños del barrio jugaban al fútbol en la calle. Uno de ellos, de unos siete años, pateó la pelota y rebotó contra el bastón que sostenía en mis manos. Solo lo hizo caer al suelo, no me lastimó ni nada, pero para mí fue como si me hubiera arrojado ácido en la cara. El pobre muchachito se acercó con los ojos llenos de miedo, pidiéndome disculpas, pero yo no lo escuchaba. Lo veía como a través de una niebla roja. Lo trataba de futuro delincuente, de malcriado, de escoria como su padre, y cuando se agachó para recoger el balón, le di un golpe en la cabeza con el bastón.

No llegamos a saber si ya tenía algo en el cerebro o si la parte donde le di era muy débil, yo creyera que no fue muy fuerte el golpe, de verdad que creo que solo quería asustarlo. Pero eso no importó. El pequeño cayó como una marioneta a la que le cortan los hilos. Vi sus ojos, señor, vi cómo se apagaba la luz en ellos. El niño murió instantáneamente, nada se pudo hacer. El niño murió y yo lo maté, nada más. Nada más y todo a la vez.

Por supuesto que lo que uno siembra, cosecha. Hoy nadie de mi familia me visita, nadie del barrio, ninguno de mis pocos ex amigos. No los culpo, yo tampoco me visitaría. Pero quisiera que les diga a todos los que conoce que no juzguen a los demás, que no los crucifiquen sin razón, que nadie sabe lo de nadie, no conocemos por qué pasan las cosas. Ahora ya lo entiendo, pero es tarde para mí. De repente usted, que conoce más personas, les puede decir que lo peor es juzgar a los demás sin saber que a nosotros nos puede pasar algo peor.»

Mientras me preparaba para irme, el hombre se acercó un poco más. Miró hacia ambos lados del pasillo, asegurándose que ningún guardia lo observara, y sacó de entre sus ropas una fotografía gastada, doblada en los bordes. Me la entregó con manos temblorosas.

«Esta es la única foto que tengo de él. Se llamaba Fermín.»

La imagen mostraba a un niño sonriente con un diente faltante en el frente, sosteniendo una pelota de fútbol desgastada. Al reverso, con una caligrafía infantil, alguien había escrito: «Esta es la foto de mi hijo, que usted me arrebató, espero la tenga por siempre para recordar su crimen»

El hombre recuperó la fotografía y la guardó como quien protege un tesoro. Luego se alejó cojeando ligeramente, sin su bastón, perdiéndose entre la multitud de uniformes grises.

Mientras cruzaba el último control de seguridad para salir del penal, recordé lo que me había dicho uno de los guardias al entrar: «El que viene a ver hoy, el viejo Carrasco, es un caso raro. Nunca pidió abogado, se declaró culpable de inmediato y pidió la pena máxima. Y cada año, cuando le preguntan si quiere solicitar beneficios por buena conducta, dice que no. Dice que su condena no está aquí, sino dentro de su cabeza.»