Por: Sarko Medina Hinojosa
El chillido de las gaviotas me arranca del abismo. Abro los ojos y distingo sus alas blancas recortadas contra un cielo ambiguo, un lienzo gris que ya no me dice si es alba o crepúsculo. El «Patón 2» gime bajo mi cuerpo consumido, un féretro de madera podrida que, inexplicablemente, aún flota. Como yo.
El primer día fue el 7 de diciembre ¿Recuerdas? Salí de Marcona con el sol tibio acariciándome la nuca, la lancha hinchada de redes y promesas. Pero el motor, ese traidor, tosió como un viejo agonizante y se ahogó. El viento me arrastró como si el mismo diablo me hubiera escupido mar adentro. Intenté remar con lo que tenía, pero el océano ya había decidido mi destino. Luego vino la espera infinita. Al principio contaba con agua en un bidón y un puñado de pescado seco. Desaparecieron como un suspiro. Después aprendí a colectar la lluvia en un recipiente improvisado con un plástico gastado. El agua caía mezquina, gota a gota, y yo abría la boca como un pichón de paloma, ciego, suplicando que no se detuviera. Cuando no llovía, miraba hacia el cielo y negociaba con Dios.
Comí cucarachas, ¿sabes? Se deslizaban por el bote como pequeñas sombras danzantes, y al principio me revolvían las entrañas. Pero el hambre es un animal sin moral. Las aplastaba entre mis dedos callosos y las engullía enteras, sintiendo cómo sus caparazones se quebraban contra mi dentadura.
Luego llegaron las aves. Gaviotas como estas que ahora sobrevuelan mi renacimiento. Las cazaba con manos temblorosas, fingiendo ser estatua. Una vez, una se atrevió demasiado, y mis dedos se cerraron alrededor de su cuello como una trampa. Le quebré las alas y la devoré cruda, plumas, huesos y todo. La sangre me bautizó la barba enmarañada, y en ese momento comprendí que la línea entre hombre y bestia es más delgada que un hilo de pescar.
Los últimos días fueron los peores. El recipiente estaba seco como mi garganta, y el sol me carbonizaba la piel hasta convertirla en un mapa de llagas. Una mañana, o quizás era tarde, vi una tortuga nadando cerca, parsimoniosa, como si el océano me la ofreciera en sacrificio. La subí al bote con los restos astillados de una pala. Sus ojos antiguos me miraron sin juzgar, y yo le pedí perdón en silencio. La abrí con un cuchillo oxidado por el salitre, y bebí su sangre espesa como si fuera la última gota de vida en el universo. Me temblaban las manos, pero no dudé. Esa sangre me dio fuerzas para seguir existiendo, para no entregarme al abrazo final del océano.
Hubo un instante, un relámpago entre días interminables, en que casi me rendí. Empuñé ese mismo cuchillo y lo coloqué sobre mi pecho descarnado. Contemplé la idea de hundirlo, de terminar con el hambre, con la sed, con la espera. Pero entonces la voz de mi madre atravesó las distancias, nítida como una campana: «Hijito, no te vayas todavía». Lloré sin lágrimas, porque mi cuerpo ya no recordaba cómo hacerlas. Arrojé el cuchillo al mar en un acto de rendición inversa y le juré a Dios que, si me salvaba, volvería a casa, que no iría a tomar cervezas dónde el Chino, le iría a susurrarle a mi nieta oraciones a San Pedro, a mis hijos les palmearía la cabeza, no con fuerza, le enseñaría a respetar a su madre, incluso, dejaría de ser ave de rapiña y me dedicaría a amar a mi mujer, con sus gritos y sus lloros, sería otro, iría a Misa no solo por el santo patrón sino por fe, pero que me salvara.
¿Podré narrar todo esto algún día? ¿Crees que pueda? Conversé con Dios tantas veces durante estos noventa y cinco días, le supliqué, le reclamé, le grité hasta que la garganta me ardía. Le prometí todo, incluso, no volver al mar… pero también hice cosas que quizás mi familia no comprenda. Devoré criaturas que antes me repugnaban, maté con estas manos que alguna vez sostuvieron a mis hijos, bebí sangre como si fuera vino de consagración. Pensé en cosas, maldije a todos, recordé sus daños, los míos, nuestras guerras interminables, reconciliaciones, los llené de culpas, yo no debí estar aquí, balanceándome y les cobré en mi mente por cada dolor, por cada sol arrancado a mis llagas.
Porque, si me cumple la promesa mi Dios y llegue, mi madre me observará con esos ojos gastados de tanto esperar y dirá «hijito, volviste», pero ¿qué pensarán mis hijos? ¿Y mi nieta, cuando crezca y pregunte por las cicatrices que ahora me cubren? Tal vez me vean como un sobreviviente. Tal vez como un monstruo. O quizás no digan nada, y ese silencio sea más pesado que todas las aguas que me rodearon.
El sol ya se hunde en el océano, y el mar se transforma en tinta negra. Estoy tendido en el bote, mirando las estrellas —esas mismas que fueron mi único mapa—, cuando algo cambia en el universo. Un destello, allá donde el cielo besa el agua. Parpadeo, pensando que es mi mente jugándome otra broma cruel. Pero no. Son luces artificiales. Luces que se acercan, que crecen como la esperanza. Mi corazón se acelera, como si quisiera escapar de la jaula de mis costillas. Es un barco. Es real. Me incorporo, aunque cada hueso me grita que no lo haga, que descanse, que el espejismo es la esperanza más maldita que nos regala la muerte antes de llevarnos, y contemplo esas luces como si fueran la única verdad en este mundo, necio de todo. No sé si me llaman, no sé si me han visto. Solo sé que vienen en mi dirección.
Y entonces lo comprendo con claridad abrumadora. Sobreviviré. Volveré a Pisco, abrazaré a mi madre con estos brazos que ya no reconozco, cargaré a mi nieta con manos que hicieron cosas innombrables. Pero también cargaré con esto por siempre: con el sabor de las cucarachas en mi lengua, con la sangre de la tortuga en mis labios agrietados, con las promesas que hice bajo estrellas indiferentes, las maldiciones que lancé y mi contrato con Dios. Las luces se aproximan, y yo, con lo poco que queda de mí, me preparo para ser encontrado.