Por Jorge Condorcallo
En enero y febrero las lluvias son intensas; entonces el río crece, inunda los sótanos de la fábrica y remueve la basura que se ha acumulado en sus entrañas desde que fue clausurada hace cinco décadas. La construyeron sobre enormes rocas para hacerla resistente a los fenómenos de la naturaleza y junto al río para aprovechar el agua que trasvasaban las enormes mangueras que flotan como los negros intestinos de un coloso de cemento y fierro.
Sandra metió medio cuerpo por la ventana para mirar mejor lo que había dentro de la garita de vigilancia. Encontró un teléfono antiguo, un anaquel con llaves y una mesa repleta de recibos amarillentos cubiertos de polvo y telarañas. Sandra y yo nos conocimos por Internet, ambos tenemos las mismas aficiones y concertamos esta aventura en nuestras largas pláticas; no se intimidó cuando le propuse explorar la fábrica abandonada en el límite sur de la ciudad y no retrocedió cuando le expliqué que la única forma de entrar era saltar la valla metálica que rodea al complejo industrial.
—Octavio, intentemos por aquel puente, parece ser el único acceso. —Se notaba decidida en la incursión.
La seguí, trepamos por el muro hacia el edificio que en otro tiempo había sido el bloque de las habitaciones de los trabajadores, el techo se había derrumbado y los escombros hacían difícil nuestro avance. En un angosto túnel formado por las columnas que evitan que el cerro se desmorone nos llamó la atención el agua que se filtraba por las grietas y caía en gotas a los charcos; el interminable goteo que resonaba en la cavidad nos cautivó. Fotografiamos las paredes que estaban calcinadas y grafiteadas, había botellas vacías en el piso de tierra negra que nos avisaban que no podíamos ser los primeros visitantes en burlar el cerco de seguridad y que llegábamos hasta esa guarida, lo hicieron muchos antes que nosotros. Llegamos al puente que Sandra había visto, era una construcción en madera que conectaba la parte que recorrimos con la zona donde operaron los maquinistas en el pasado, atravesamos el pasillo escuchando el crujir de los maderos podridos bajo nuestros pies. Al llegar al otro extremo movimos la puerta que colgaba de una bisagra, detrás de ella estaban las vigas de metal que sostenían el techo agujereado por el que se colaba el sol. Miramos hacia abajo adonde dormitaban las máquinas herrumbrosas rodeadas de palomas que encontraron un lugar tranquilo para vivir en la plataforma.
—Por aquí, Octavio. ¡Mira por dónde pisas!
—OK, mamá.
La vi arrodillarse, apoyar el pie en un hueco de la pared, agarrarse de los fierros que sobresalían de lo que antes fue una escalera y descender con temeridad y sorprendente agilidad. No podía quedarme en pie, subyugado por el vértigo y el miedo; entonces, sin saber cómo hacerlo, bajé llenando de rasguños mis codos y rodillas. En el suelo alfombrado con las plumas de las aves y las tapas de los baldes nos encontramos; yo jadeaba y ella miraba hacia lo alto e inalcanzable: la boca desencajada del puente que parecía gritar con horror.
—Será difícil regresar por allí.
—Ya veremos. Octavio, no te preocupes por ahora.
—Bien, me preocuparé después.
—¡No seas pesimista!, ¡ánimo, amigo!, ¿qué quisieras encontrar en este paseo?,¿qué encontraremos? —me preguntó Sandra mientras exploraba el sitio.
—Quiero fotos viejas, de la época en que funcionaba este lugar o algún diario, ¿y tú?
—Un cadáver, creo que este es un buen lugar para ocultar un cuerpo. ¿Te imaginas que resolvamos un crimen?

Detrás de un estante encontramos una puerta, la atravesamos y descendimos por unas gradas de cemento que alumbramos con nuestras linternas. No nos detuvimos y seguimos hacía el interior del edificio, guiados por la excitación que provocan la aventura en lo declarado «PROHIBIDO ENTRAR», la pasión por los temas sobrenaturales y la idea de los misterios que nos aguardaban en el camino.
—Octavio, ¿qué no quisieras hallar en este bello recinto?
—Un cadáver, drogadictos, tétanos y más drogadictos ¿y tú?
—Al diablo haciéndose una paja en el fondo de este laberinto de mierda. —Su risa colisionó en los muros para formar un eco interminable que voló hacia el pasillo que dejamos atrás.
—Te lo imaginas, escondido aquí mirando porno en un televisor de tubos catódicos. —Fantaseé.
—¿Qué clase de porno?, instrúyeme.
—¡No sé!, ¿de enanos?
—¡Puta madre! ¿De enanos? ¡Qué enfermo eres!
—O de monjas.
—¡De monjas y curas!, sí, es una categoría más acorde con él. Veo que eres una enciclopedia andante sobre el tema, un experto del porno. —Otra risa recorrió los corredores.
Y como si su imaginación se anticipara a lo que nos ocurriría llegamos a una puerta al final del pasillo, la empujé con temor de que se manifestara el deseo de Sandra, pero nadie, menos el diablo, estaba al otro lado. Era un salón amplio y vacío que olía aún a desinfectante, lo único que llamó nuestra atención fue la tapa de cemento encajada en el centro de la sala, a la cuenta de tres la movimos, jalamos de las argollas de acero y la echamos a un costado, nos asomamos al agujero y un ojo sibilante nos observó. Bajamos por la escalera oxidada y enclavada a la pared del conducto que llegaba al fondo del sótano de suelo y paredes resbaladizos.
Revisamos el foso, oímos un rumor suave que entendimos era la corriente de agua que pasaba acariciando los cimientos de la fábrica; encontré una hoja completa de periódico que tenía por fecha el 23 de mayo de 1977 y la noticia de fuertes lluvias que no cesaban y habían causado estragos en la ciudad, también hallamos varias sillas puestas una a lado de la otra como las butacas en un cine y arrumados en varios montones los baldes, latas, bolsas, botellas y plumas.
—Sandra, tengo algo que decirte. —Mi voz, de repente, se oyó hueca —. No sé si te has dado cuenta, pero nosotros jamás llegamos hasta aquí. ¡Acuérdate!, tú y yo nos caímos al tratar de bajar hacia la primera planta. ¿sientes ese extraño picor en toda tu piel? Son las palomas que desde hace un mes se comen nuestros cuerpos.
Ella dejó de revisar la caja de herramientas que encontró dentro de una bolsa y se giró para encararme, no había un gesto de pavor en su rostro. Se acercó impávida y no anticipé su siguiente movimiento que fue una absoluta sorpresa. Me besó con deseo, con urgencia que me lastimó la boca. Nos besamos en la oscuridad en la que solo pude recordar su hermosa cara y sentí su perfume que me hizo olvidar donde estaba hace un minuto, Sandra se apartó de mi abrazo cuando mis caricias bajaron a sus caderas.
—En realidad no fue así como sucedió —lo dijo tan seria como antes —. ¿Te acuerdas?Nosotros no morimos arriba, tú y yo nos morimos aquí, en este estanque porque apareció…
En la impresión de lo que había pasado, el beso, y el curso de nuestro macabro diálogo nos sobrecogió el golpe repentino y ruidoso que se oyó sobre nuestras cabezas. Trepé algunos escalones, apunté la luz de la linterna hacia la salida y un escalofrío me saludó y recorrió el esqueleto: la enorme tapa había vuelto a su lugar, nos habían encerrado.
—¡Hay alguien afuera!
—¡No es gracioso, déjanos salir! —gritó Sandra varias veces.

No nos dieron tiempo para pensar con calma en una solución porque de pronto llegaron, de todas partes, los ruidos de correas, poleas, engranajes, válvulas, etc. en funcionamiento, era la sensación de que la fábrica volvía a la vida o, mejor dicho, volvía a operar.
—¡Qué está pasando!
—¡Hijo de puta, ábrenos!
Un poderoso motor se puso en marcha y vibraba y hacia vibrar todo el lugar. Con el aumento de las revoluciones crecía un sonido insoportable de succión. Tomé la mano de Sandra para darle tranquilidad, aunque creo que lo hice para saber que no estaba solo en ese problema. No sabíamos que era, pero algo se acercaba a gran velocidad, cada vez estaba más cerca a nosotros, entendimos con terror que la máquina que bombeaba el agua del río hacía su trabajo y provocó la respiración asmática y lodosa de las tuberías que tosieron piedras y barro, luego el agua salió a grandes chorros por las cuatro bocas que sobresalían de la pared de nuestra prisión.
Gritamos por ayuda cuando sentimos el agua fría en nuestros tobillos. Sandra rogaba mientras buscaba señal para su teléfono y yo intenté levantar la tapa con todas las fuerzas de mis hombros, pero no se movió un centímetro, se había hecho una sola mole con el techo. El nivel del agua subió hasta nuestras rodillas, sin contemplaciones nos abrazó la cintura. Nosotros seguíamos buscando otra salida sin resultados, habíamos abandonado cualquier esperanza, mas bien era la desesperación la que no nos permitía entender que estábamos dentro de un depósito compacto construido dentro de una fábrica que cerraron hace medio siglo. El colmo: Sandra y yo no les contamos a nuestros padres y amigos, ¡a nadie!, dónde íbamos el sábado de excursión.
La máquina no se detuvo.
—¡Suficiente, ya, déjame ir! —suplicó Sandra con el agua hasta el cuello —. ¡Es una pesadilla, por qué mierda vine! —lo dijo rendida de cansancio con la luz de las linternas como último cobijo contra las opresivas sombras. El breve espacio que nos quedaba se iba cerrando lentamente —. Quién hace esto, yo solo quería divertirme, esto no puede ser real, parece una película de terror, ¡no puede ser real, no es real!, mañana estaré en mi cama riéndome de esta tontería, se lo contaré a todos en la universidad y se cagarán de la risa.
Esa posibilidad no cambió nuestra situación.
—¿Qué hora es? —me preguntó con voz aterida.
—No lo sé, deben ser las ocho. —Mi reloj y teléfono habían dejado de funcionar.
Afuera, supuse, había caído la noche e iba a decirle que no pierda la fe cuando la vi zafarse de mis brazos y sumergirse en la oscuridad para encontrar un punto clave para traspasar la pared y salir a la realidad, creyó que solo era un mal sueño del que tenía que despertar a voluntad, pero cuán vívida fue su desesperación cuando gritó un silencio espantoso y el agua entró sin piedad a sus pulmones. Se agitó una eternidad con la violencia de un animal atrapado en una red de caza, luego sus ojos se diluyeron y su cuerpo dejó de moverse.
Lloré por ella y porque su agonía era mi destino.
—¡Hijos de puta! —exclamé con los labios apretados contra la hendidura donde había encajado la tapa. Fue mi despedida para quienes habían orquestado este final y chupé la última bocanada de aire de la piel de concreto de la esquina que fue mi último refugio antes de que el agua lo abarcara todo. Me hundí alumbrando con la luz intermitente de mi linterna los cuatro lados que contenían la masa helada y turbia de la trampa a la que había bajado con cuánta ingenuidad.
Se acabó el aire y aspiré con ansiedad el agua que me envolvía en aquel silencio pesado y abisal. Me revolví al sentir a la muerte meterse por mi garganta y antes de perder la conciencia en el fondo de mi tumba descubrí a alguien que me observaba. Estaba sentado en una de las sillas fijadas al piso del tanque. No, no era un hombre porque tenía patas en lugar de piernas y una cabeza ovina coronada con dos largos y puntiagudos cuernos. Fue mi último recuerdo de la vida: el diablo berreaba de placer al masturbarse mirando cómo me ahogaba.