Por Jorge Condorcallo
En Atlanta, Georgia, en 1999, Colton Gray abrazaba el cuerpo diluido de Destiny Peterson que moría de cáncer en los huesos en el Grady Memorial Hospital.
Destiny era la chica más hermosa de la clase de Colton, ellos fueron novios por dos años y la noche de un agosto cálido, entre dos cerezos florecientes del parque de la universidad, Colton se arrodilló y le propuso matrimonio con un anillo de oro que Destiny bañó con sus lágrimas creyendo que aquello simbolizaba toda la felicidad que una mujer puede desear y tener.
George, el padre de Destiny, se mató el año siguiente del fallecimiento de su hija que sufrió una larga enfermedad y una tormentosa agonía. Se disparó en la cabeza con una escopeta de doble cañón que lo desapareció de la tierra. Entonces aún nadie se atrevió a señalar al anillo de Destiny como el responsable de ambas muertes.
Sophie Cox fue la segunda esposa de Gray y liberada de cualquier prejuicio aceptó llevar el anillo de Destiny que Colton le mostró en la franqueza del primer año de esposos. Sophie que era escéptica no daba cabida a la posibilidad de que aquel objeto estuviera maldito por un hechizo atávico o por el sumo sufrimiento de su última poseedora; sin embargo, una extraño mal fue apoderándose de ella, debilitando su cuerpo y sus ganas de vivir sin que hubiera una cura que le devolviera su buena salud. Sophie, en los últimos días de lucidez, culpó al anillo Destiny y el momento en que conoció a Colton; cansada del dolor se tragó todas las pastillas de un frasco de somníferos que la sumergió en el tranquilo sueño de la muerte. En menos de un mes, Ana, la gemela de Sophie, quizás distraída o porque también había cohabitado con el anillo perdió el control de su camioneta y se estrelló contra un árbol que le aplastó el tórax y destrozó los pulmones.
Colton, con recelo, guardó el anillo en un baúl de su sótano; no vio la luz del día por tres largos años.
Kayleen Barnes escuchó conmovida la tragedia de su amigo Colton. Colton además le confió los temores que tenía y que había tratado de indagar la procedencia de la alhaja que compró en una tienda de empeños del centro de su ciudad: «La tienda hoy es otra cosa, una veterinaria; una de las vecinas me contó que el vendedor, que era muy amigo de su esposo, falleció de un momento a otro, la enfermedad también se llevó a su mujer y de los hijos no sabe nada, quizás también han muerto, quién sabe…». Se miraron asustados por un segundo, luego se partieron de la risa por lo absurdo de su cita: salieron para tomar unos tragos y acabaron contándose historias de terror como si fueran dos niños de campamento.
Kayleen que había superado a su exmarido, un hombre celoso y autoritario, y un divorcio agotador entendió al afable Colton y al tiempo de conocerse se enamoraron; ella aceptó la alianza y se trasladó con sus dos hijas adolescentes para vivir en la enorme casa que Colton había construido con esfuerzo para cuidar en ella a una familia grande con la que siempre soñó. La noticia del embarazo de Kayleen disipó los temores de Colton de una maldición en ciernes y la prosperidad abrazó a la pareja que era feliz, muy feliz, y lo fue más en la espera del nacimiento de Aaron, su primogénito.
Aaron Gray nació el 23 de diciembre de 2013 con un peso ideal de casi cuatro kilos y murió a los cinco minutos de su nacimiento. “Dios se apiadó de su hijo, fue lo mejor para ustedes y para él…», dijo el médico que atendió a Kayleen porque el bebé tenía un mal congénito, una notoria malformación que le impediría tener una vida normal.
Kayleen en su dolor culpó a Colton. Colton, en su rabia, culpó al anillo Destiny.
Y el amor que todo lo puede superar, menos la pérdida de un hijo, fue deteriorándose en una casa en la que andaban los esposos como dos fantasmas en pena y las hijas de Kayleen respetaban esa manera de vivir de sus padres. Kayleen se obsesionó con saber más del anillo, tras limpiarlo y revisarlo con una lupa creyó distinguir una palabra en un lenguaje extraño grabada en el interior. No tuvo la oportunidad de descubrir si algún hechizo secreto orbitaba a Destiny ya que la mano aborrecible de la desdicha volvió a alcanzarlos; Kayleen sintió un cansancio inexplicable de un día para el otro, la sensación no desapareció e incluso la situación familiar se agravó porque las hijas de Kayleen sufrían los mismos padecimientos. Las hermosas Angela y Alexa empezaron a marchitarse frente a la mirada desesperada de su madre. Kayleen hizo lo que creyó correcto: abandonó a Colton, la casa y el anillo.

Por otro largo tiempo Destiny volvió al estuche y al sótano de los Gray.
Colton sobrevivió durante un lustro en el aislamiento que se impuso por la tristeza y la culpa que sin razón se acusaba, de lo último que se enteró fue que Alexa, la hija menor de Kayleen, murió, aunque nunca supo de qué. Un lunes, en su rutina de hombre solitario, se bañaba cuando descubrió con preocupación una mancha violeta en su costado, la mancha crecía con cada mes que pasaba y el médico tras una batería de exámenes que creyó necesarios y, con el rigor de un general, lo desahució sin lastima. Y al año se cumplió el pronóstico del doctor: Colton murió en una cama de hospital; tan solo, pequeño y frágil como llegó a este mundo sin sentido.
La casa se vendió a un buen precio y una nueva familia la ocupó con sus muebles y esperanzas. El pequeño Andy Carlile de seis años, en sus juegos, dio con el estuche que al abrirlo le reveló el maravilloso tesoro. Fascinado por el brillante decidió no decirles a sus padres, lo escondió en su caja de juguetes.
Una tarde, empujada por su conciencia y convencida de que aún podía salvarlos, se presentó una desesperada Kayleen en el pórtico de la casa para advertirles de la maldición con la que no sabían que convivían. Los esposos Carlile la calmaron, la escucharon incrédulos y Andy confesó que él tenía aquel objeto del que hablaba. «Tírelo, aléjelo de sus hijos, váyase si es posible de esta casa, yo lo perdí todo por culpa de eso…». Pero los padres que eran bastante sensatos concluyeron que la mujer no estaba bien mentalmente o deseaba recuperar la casa de su exmarido con esa artimaña que le habría aconsejado su abogado.
Tal fue la preocupación y obsesión de Kayleen que fue a la radio local; luego la invitaron a la televisión para que cuente la historia de lo que nombraron y presentaron con parafernalia de feria como La maldición del anillo Destiny. El asunto se puso serio cuando los Carlile informaron aterrorizados que Andy también había enfermado de gravedad, tenía Leucemia. Devastados por la noticia arrojaron el anillo a las ansiosas manos de los esotéricos y peritos de los fenómenos paranormales. Las tragedias que rodeaban al anillo tomaron la forma de una leyenda fantástica de terror que se contaba en las reuniones familiares, en los bares y en las escuelas.
En el afán por seguir exprimiendo a la gallina de los huevos de oro; los productores de un programa televisivo de Atlanta que vieron un espectáculo cautivador y rentable en el caso contrataron a un grupo de especialistas en distintos campos de la investigación científica para que revisen, al milímetro, el enigmático objeto. Los expertos indagaron la procedencia y composición del metal; una prueba de tantas disparó las alarmas del aparato de medición: sí, había una maldición contenida en el anillo. Los hombres se apartaron y algunos aun abandonaron la habitación como si la sortija fuera el diablo en persona. Aunque no lo fuera, la previsión no era para menos.
Kayleen escuchó absorta la verdad: La hermosa y cara pieza de oro emanaba aún cuarenta roentgen por hora. La inscripción era una palabra en alfabeto cirílico que, en una nefasta coincidencia, al traducirla, decía «Destino». Probablemente, luego lo confirmó el rastro de los recibos, la compraron en Kiev; un saqueador sin escrúpulos la extrajo de Prypiat a fines de los ochenta y la vendió a un joyero codicioso y negligente que creyó haber hecho un provechoso negocio. «¡Sí amigos, es radioactiva!», dijo él presentador a la cámara de televisión con gravedad y grandilocuencia, “¡Es un anillo maldito proveniente de Chernóbil!».
Kayleen Barnes murió nueve meses después de hacerse públicas las conclusiones de la investigación, su último deseo en vida se cumplió al pie de la letra: la enterraron, con el anillo encerrado en su puño, en un pesado ataúd de plomo que hasta el día de hoy contiene la poderosa maldición del Destino.