Henry Tapia Portugal. Director del Centro de Desarrollo de la Educación de la Universidad Católica San Pablo

Vivimos en un mundo cada vez más ruidoso, donde el respeto por el silencio, esa herramienta vital para la reflexión y el crecimiento interior, parece desvanecerse ante la vorágine de sonidos que nos rodean.

El ruido nos invade y nos empuja a escapar de nosotros mismos, a huir del profundo espacio de calma que solamente el mismo silencio puede ofrecernos. En esta era moderna, la barahúnda del ruido se extiende por todo el planeta como un corcel desbocado. Se infiltra en cada rincón de nuestras vidas, nos ahoga, nos quema y nos impide conectar con lo más esencial de nuestro ser.

Las ciudades, con su constante frenesí, son las principales protagonistas de esta invasión. El rugir de las motos, el traqueteo de los buses, el sonido de las máquinas que perforan la tierra y los gritos de los jaladores disputándose pasajeros, son solamente algunos de los ruidos que se apoderan de nuestro entorno.

En medio de esta tormenta de sonidos, nos vemos empujados a cubrir el vacío interior con ruido exterior. Quizás para no enfrentar las incógnitas existenciales que nos acechan en el silencio: ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Para qué vivimos?

Esta desconexión con el silencio no es reciente. En tiempos antiguos, el silencio era considerado un camino hacia el autoconocimiento y la introspección. Una hermosa leyenda oriental nos cuenta sobre una joven doncella que poseía un tambor de seda, cuya música solamente podía ser escuchada por quienes verdaderamente entendían el silencio. 

Mientras los nobles y ricos de lejanos lugares no lograban percibirla, un joven campesino, acostumbrado al silencio de la naturaleza, fue capaz de escuchar esa música tan especial. Este encuentro no solo fue un acto de conexión espiritual, sino también una lección de vida: únicamente en el silencio es posible descubrir la esencia más profunda del ser y del universo.

El silencio, entonces, no es solamente ausencia de ruido, sino presencia de reflexión, concentración y crecimiento interior. Quien logra sumergirse en el silencio se fortalece, y esa fortaleza le permite comunicar seguridad y confianza. Esta seguridad se transforma en un poder que, bien dirigido, puede llegar a convertirse en una misión: cumplir el plan divino. El hombre que escucha el silencio y encuentra su verdadero ser en él, es capaz de cumplir con su propósito y encontrar el sentido de su vida.

Así como la perla cristaliza en las profundidades marinas, o Cristo se preparó en el silencio de la montaña para su misión más trascendental, nuestras mejores decisiones y más profundos descubrimientos nacen en el silencio. En el silencio interior se mantiene viva la fe, la esperanza, el amor y la felicidad. 

Si perdemos esta capacidad de escuchar el silencio, no solo nos desconectamos de nosotros mismos, sino que también condenamos nuestra existencia a una vida superficial, llena de ruidos que nos alejan del verdadero sentido de la vida. Que no se apague la luz de la fe en nuestros corazones ni la música de una vida plena, pues es en el silencio donde realmente encontramos lo que necesitamos para vivir en armonía con el mundo y con nosotros mismos.