Si hablamos de emociones humanas, pocas narrativas son tan cíclicas —y tan irónicas— como nuestra relación con las canciones. Aquellas músicas que un día nos arrebataron, cuyos acordes funcionaron como epifanías sonoras, terminan, otro día, convertidas en caricaturas de sí mismas, desgastadas por la repetición compulsiva o por la apropiación cultural masiva.
A propósito del 14 de febrero, fecha que celebra y comercializa el amor en igual medida, conviene examinar esta dialéctica sonora: el vértigo de enamorarse de una canción y el hastío posterior. Ese vínculo emocional tan intenso como efímero que nos lleva a idolatrar una melodía hasta convertirla, con el tiempo, en un eco insufrible; un fenómeno tan universal como la propia música. Y es que, como todo amor, este idilio musical es sólo una farsa transitoria.

El proceso del desencanto: de himnos a clichés
En 1991, “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana, con su distorsión caótica, gritos desgañitados y letra desesperanzadora, encapsuló la rabia de una generación. Tres décadas después, su riff inicial suena a mueble de aeropuerto, soundtrack de anuncios de zapatillas o ringtone de ejecutivos cincuentones nostálgicos. Lo mismo ocurre con “Creep” de Radiohead, himno de los marginados reducido a karaoke de bares turísticos, o con “Zombie” de The Cranberries, cuya denuncia política se disuelve en el olvido de sus circunstancias. Estas canciones no han cambiado; somos nosotros, y nuestro contexto, quienes las hemos corrompido .
Sin embargo, la nostalgia no basta, David Bowie diseñó «Starman», con su dosis de glam rock y de ciencia ficción, para ser efímera. Pero estamos asistiendo a su involuntaria resurrección, gracias a que se ha convertido en el fondo sónico de videos de Tiktok mediocres. Y aquí yace la ironía: otras canciones que, en su momento, buscaron romper moldes han terminado momificadas por su éxito. «Money for Nothing» de Dire Straits, crítica mordaz al consumismo, es hoy sólo una lustrosa y rancia pieza de museo. Y «Living on a Prayer» de Bon Jovi, otrora himno de estadios, apenas es un insufrible sketch de borrachos.
La neurociencia cognitiva explica este fenómeno a través de la teoría de la codificación predictiva: el cerebro anticipa patrones musicales, y cuando una canción se vuelve demasiado familiar, la sorpresa —esencia del placer estético— desaparece.
Y es que el cerebro humano responde a estímulos repetitivos con una mezcla de adaptación y fatiga. La dopamina, neurotransmisor asociado al placer, se libera cuando escuchamos una canción nueva o significativa. Pero esta respuesta disminuye con cada exposición adicional. Es decir, aquello que en un principio nos parecía sublime puede volverse insípido tras múltiples repeticiones. A esto se suma la saturación cultural: cuando una canción se convierte en cliché, deja de pertenecer al oyente individual y pasa a formar parte del ruido colectivo. Su sobreexposición satura los receptores dopaminérgicos, generando aversión. Por ello «Seven Nation Army» de The White Stripes, pasó de ser un logro minimalista de cadencia irredenta, a himno deportivo genérico, y finalmente a mantra cansino y vacuo.

El síndrome del anclaje temporal: cuando la música envejece mal
Existe otra dimensión en esta obsolescencia: la de las canciones que, por su arraigo en contextos históricos o tecnológicos específicos, envejecen muy mal. Escuchar “Jump” de Van Halen (1984) hoy, es como ingresar en una cápsula del tiempo. Sus sintetizadores brillantes y guitarras hipercomprimidas nos trasladan irremediablemente a la era del exceso ochentero. Su producción, quizas innovadora en su momento, ahora suena trasnochada y casi risible; pues ha devenido en un fósil sonoro de una época donde la tecnología apenas salía de lo mecánico y ni soñaba con el venidero metaverso digital. Lo mismo ocurre con temas como “Heat of the Moment” de Asia, «Live is Life» de OPUS o «I Want to Break Free» de Queen. Su grandilocuencia, simbólica en los ochentas, se ha convertido en objeto de anécdota y sorna.
En contraste, obras como «It’ll End in Tears» de This Mortal Coil (1984), “Mezzanine” de Massive Attack (1998) o “Selected Ambient Works 85-92” de Aphex Twin, trascienden su tiempo. No solamente por ser futuristas, sino por desdibujar las coordenadas de su época. Su textura oscura y beats desestructurados evitan referencias temporales claras, creando universos sonoros autónomos. Incluso creaciones mucho mas orgánicas como las realizadas por bandas como Sonic Youth, Slint o Yo La Tengo, han sabido sostenerse con mejor fortuna en el paso de las décadas utilizando lenguajes sonoros poco ortodoxos. Es mas, agrupaciones como R.E.M. o The Smiths, sin necesidad de destruir paradigmas técnicos o musicales, compusieron canciones atemporales al tejer sonoridades y letras universales, que evitaban modas efímeras; por ello “There Is a Light That Never Goes Out” (1986) continua sonando vigente, no por su producción, sino por su capacidad de encapsular emociones crudas sin adherirse a un contexto específico.
La psicología evolutiva define a éste fenómeno como un conflicto entre familiaridad adaptativa y novedad disruptiva. Nuestro cerebro privilegia patrones reconocibles para sobrevivir, pero también busca estímulos que desafíen sus predicciones. Las canciones que envejecen mal suelen ser las que se aferran a fórmulas tecnológicas o culturales efímeras, anquilosadas en un momento de la historia. Mientras que las atemporales equilibran estructura y ambigüedad, permitiendo reinterpretaciones continuas y brindando sorpresas aun pasado mucho tiempo. Eso explicaría porqué los discos de Toto son víctimas de su éxito: al vincularse a una época de consumo tecnológico acelerado, su sonido quedó atrapado en la nostalgia, mientras que «Closer» de Joy Division, grabado con medios mucho mas rudimentarios, elude este destino al construir atmósferas abstractas que resisten la datación.

San Valentín y la paradoja de las baladas eternas
Ahora bien, hay un conglomerado específico del cual debemos hablar: las canciones de amor. Tan veneradas como vulnerables al kitsch, estas composiciones enfrentan un destino casi inevitable, el de la edulcoración progresiva que las lleva al abismo de la diabetes. Probablemente «Nothing Else Matters» de Metallica o «Your Song» de Elton John fueron escritas con una sinceridad casi dolorosa, pero su uso indiscriminado en anuncios publicitarios y celebraciones sentimentales ha erosionado su poder emotivo. Escucharlas ahora puede hasta resultar incómodo, pues han sucumbido a la banalización: lo que fue íntimo y entrañable, ha devenido en música de ascensor de centros comerciales.
Diversos estudios sugieren que las baladas con estructuras predecibles —estribillos repetitivos, progresiones de acordes comunes— tienen mayor riesgo de convertirse en clichés. Su simplicidad las hace accesibles, pero también las priva de misterio, «Hotel California» de Eagles o «Love Hurts» de Nazareth, por ejemplo, se ahogan en su propia omnipresencia.
¿Amor eterno o divorcio sonoro?
Sin embargo, sería injusto culpar únicamente a la sobreexposición, al endulzamiento excesivo o al anclaje temporal. También existe un componente sociológico en juego. Muchas canciones que se nos vuelven odiosas, suelen ser aquellas que asociamos con momentos específicos de nuestras vidas, ya sea porque marcaron una ruptura, un triunfo o simplemente una fase juvenil. Al escucharlas años después, revivimos no solo la música, sino también las circunstancias que rodearon su consumo; de modo que algo que en algún momento simbolizó bienestar, tiempo después puede evocar dolor, amargura o cualquier otro sentimiento negativo. Como si las canciones mismas fuesen culpables de haber estado presentes en momentos relevantes.
La obsolescencia sonora es inevitable en un mundo y una realidad hiperconectados, donde los algoritmos (y los medios) imponen repeticiones infinitas de las mismas canciones. Quizá solo hay esperanza en lo marginal, en lo absolutamente independiente o underground, aquello que resulta tan inaccesible, que su propia naturaleza repelerá la saturación masiva. Quizás el antídoto esté en buscar lo que aún no ha sido canonizado, en amar lo efímero antes de que el mercado lo convierta en cliché.
Cabe preguntarse, también, si este ciclo de amor y odio hacia las canciones refleja algo inherente a la naturaleza humana. Después de todo, tendemos a idealizar y luego demonizar no solo a la música, sino también a las relaciones personales, movimientos artísticos e incluso ideologías. Quizá sea nuestra forma de lidiar con la imperfección: primero elevamos algo a la categoría de dios y luego lo derribamos para recordarnos que nada es eterno. En última instancia, la relación que mantenemos con la música es tan compleja como cualquier vínculo humano. Amamos, odiamos, añoramos y olvidamos, a menudo sin comprender del todo el porqué.
Mientras tanto, en estas festividades del romance, en vez de recurrir a viejos amores sonoros, tal vez debamos cortejar lo desconocido. Después de todo, el verdadero amor musical yace en la capacidad de abandonar lo seguro para abrazar lo inexplorado, buscando nuevas melodías que algún día terminarán por traicionarnos también.
Feliz San Valentín.