Escribe Jorge Condorcallo

Pagué los veinte soles en la ventanilla, le di el billete al hombre que daba la impresión de no haberse metido a la ducha en varios días, él volvió a mirar con desaprobación a Gabriela a través de la reja. Para acabar el tramite me alcanzó un cuaderno grasiento en el que anoté mis nombres, el número de mi DNI y mi firma; revisó de mala gana lo que había escrito y nos largó un rollo de papel higiénico, el control remoto de la televisión y la llave de la habitación treinta y tres. 

El cuarto que solicitamos era un asco. El olor a humedad reinaba por doquier, la puerta era una hoja de metal colgada del marco. Al cerrarla, de un inevitable portazo, encontré una cartilla en la que grabaron los deberes y derechos del huésped. Las paredes verdes del aposento estaban salpicadas con manchas que subían del piso al techo; la cama era amplia y estaba vestida con un cobertor gastado como las fundas floreadas de las almohadas. En la robusta cabecera de madera alguien talló un nombre, un teléfono y una oferta: “cacho rico, te lo prometo». Acomodé la mochila sobre la mesa y Gabriela se metió entre las cortinas para ver el paisaje nocturno que prometía la ventana del tercer piso. Las calles la hipnotizaron con sus hileras de postes que se perdían en un horizonte de sombras y luces en movimiento, la gente iba y volvía por las interminables veredas. Al ver detenidamente a Gabriela entendí el recelo del hostelero, ella aparenta menos edad de la que tiene. 

–¡Quién mierda podría tirar aquí! –Gabriela se sentó sobre la cama que crujió al sentir su peso.

–Hacer el amor, Gabriela. –La corregí.

–Yo veo esta cama y se me quitan las ganas, Julio.

–Para otros este humilde recinto debe causar los mismos efectos que un afrodisíaco, hasta podría ser el cuarto temático de un hotel del amor. La fantasía  perfecta de los  pituquitos de la cato.

Gabriela observó con repugnancia la sábana que la luz de su linterna delataba sucia al igual que el forro azul del colchón que exhibía máculas que avanzaban como un contingente de gérmenes en contra de la salud pública. De debajo de la cama recogió el empaque abierto de una marca conocida de condones. 

–Sexo sucio, pero seguro, ¡qué rico! –Ella seguía auscultando el lugar mientras yo afinaba el equipo de grabación que íbamos a utilizar. Ya estaba oscuro afuera, pero aún era muy temprano para lo que planeábamos hacer.

Gabriela sabe mucho de cine y su afición por las películas de terror de los ochenta fue lo que nos juntó en una conversación; yo le comenté de mi canal en YouTube y le propuse una aventura fuera de la común, ella me escuchó con atención y midió cada uno de mis gestos y palabras; al final aceptó acompañarme en mi incursión. No voy a fingir que no me gusta, Gabriela no solo es divertida e insolente, además es muy bonita.

–Mira lo que traje. –Extraje una botella de vino de la mochila.

–¡Oye Julio, para qué trajiste eso!, piensas que esto es una cita o no sé qué… –Noté un gesto de molestia en su rostro. 

–No, es para hacer hora…

–Amigo, yo vine a ayudarte con tu video, sabes que me fascina lo audiovisual, si piensas que vine por ti mejor me voy…

–¡No!, espera…

–Te la acabarás tú solo. –Hundió la mirada en su teléfono.

–Ok, ok, fue una mala idea.

–Pésima, no pienso perder la lucidez en este lugar, creo que tú mejor que yo entiendes el porqué.

Porque fue en esta habitación en la que sucedió la pesadilla que ocupó las portadas de los periódicos locales hace un año. El fragmento de una de las noticias que imprimí resume la tragedia: «Miriam Ch. (32), tuvo una fuerte discusión con el mayor de la policía Marco Q. (43), en una habitación del hotel ‘Libido’, del distrito de Paucarpata, al que habían ingresado la noche del último sábado. Los gritos de la mujer alertaron al hospedero, la mujer le reclamó al policía y lo habría amenazado con hacer pública su relación amorosa por lo que el hombre cegado por la ira y el efecto del alcohol asfixió a Miriam sobre la cama. Los signos de estrangulamiento así lo confirman, Marco Q. al ver el cadáver de su pareja optó por dispararse en la cabeza con su arma de reglamento, su cuerpo fue encontrado tendido en el baño…». Reconocí los azulejos de tréboles, eran tal como los había visto en las fotos que publicaron con la nota.

–¿Qué nombre le pondrás al video? –Gabriela se había recompuesto del disgusto.

–“Una noche en el hotel de la muerte».

–Turbio, pero puede serlo más, yo le pondría: «Telo sangriento: sexo, amor y muerte” –Gabriela sonrió con ternura y malicia.

–No sé, como que le falta poder a tu título. ¿En qué piensas?

–En que las mismas manos que la acariciaron esa noche al rato le quitaron la vida, sin asco. El ser humano es muy complicado y repulsivo.

Había una atmósfera extraña en el ambiente, no soy creyente, pero era inusual la sensación de malestar que me envolvía; la noche avanzaba y aprovechamos el tiempo para utilizar las luces negras que nos había prestado un grupo de aficionados a los misterios sobrenaturales; iluminamos palmo a palmo el cuarto, un sinfín de residuos brillaron ante el impacto de la luz. Gabriela tuvo una grandiosa idea y grabamos la dramatización de cómo habían sucedido los acontecimientos de esa fatal madrugada. Me estremecí de deseo al tocar su cuello ya que sus ojos me miraron con convincente inocencia. 

A las once instalamos los trípodes con las cámaras para grabar en simultáneo, y con visión nocturna, el resto de la noche. Una videocámara apostada en una esquina enfocaba la cama y un segundo equipo apuntaba al piso de la ducha donde había caído el cuerpo del suicida. Apagamos el foco del cuarto y nos sentamos sobre una manta que llevé y extendí en el suelo de concreto. Abrí la botella que nos iba a acompañar en nuestra guardia a la espera del regreso de los amantes del otro mundo mientras oíamos el concierto de gemidos que provenían de los cuartos contiguos, venían con urgencia del pasillo a boicotear nuestra charla. La medianoche nos saludó.

–¿Crees en fantasmas? –preguntó Gabriela y aceptó el vaso que le alcancé. 

–Solo los lunes soleados por la mañana.

–¿Hiciste la güija en el colegio? –El vino estaba más dulce que agrio.

–No, de niño era muy religioso. 

–Entonces nunca tuviste experiencias fuera de lo normal.

–¿Yo?, ¡uf, varias veces!, tuve una novia gótica y otra que era testigo de Jehová.

–¡Huevón, ojalá la muerta te jale la pierna! –rio, bebió y se sonrojó.

–¡Gabriela, es la hora cero!

Gabriela me ordenó solemnidad para la grabación: «El reloj, como ven, marca la una de la mañana con treinta minutos, fue en esta hora en la que se desató la tragedia de Miriam, la cama en la que se amaron se iba a convertir en el escenario de un crimen espeluznante. Nosotros seguiremos grabando a la espera de obtener algún mensaje o alguna actividad en esta habitación del terror».

–Hay que ser valiente para dispararse en la cara. –Vació la botella en mi vaso.

–¿También para engañar a tu mujer y dejarla a su suerte con un niño pequeño? –Sentí ese calor dulce del licor en el estómago y una tristeza inexplicable.

Gabriela se recostó, por el frío, en mi costado y me estrujó el brazo. Le busqué la boca con ansiedad. Me rechazó al inicio, luego cedió y nos besamos en la oscuridad. No quería que pase algo entre nosotros porque arruinaría la buena sociedad que habíamos formado y francamente no era mi intención que ocurriera así, pero el licor doblegó nuestra resistencia y nos empujó a seguir; con avidez la desnudé y ella hizo lo mismo. Me susurró al oído y la obedecí, volteé la cámara con el soporte que acabó enfocando la ventana cerrada, nos subimos a la cama que se quejó y continuó con sus estertores de resortes viejos, amenazaba con desmantelarse en cualquier momento.

Olvidamos nuestra misión y dormimos cansados, culpables y arropados por las sábanas que antes despreciamos por su pésima higiene, no oí cuando comenzó la lluvia y eso que el golpeteo de las gotas resonaba con fuerza en los techos aledaños; desperté con la alarma que vibró en mi muñeca a las tres de la mañana. Confundido y con el peso de media botella de vino en el cuerpo palpé las paredes en busca del interruptor, al fin le di al botón: la luz amarillenta se esparció y descubrió un objeto imposible y aciago en medio de la habitación.

Sobre la cama, que había dejado hace unos segundos, descansaba un ataúd gris; retrocedí, atravesado por el miedo, y giré la cabeza al sentir que una enorme sombra me vigilaba. Encontré un segundo ataúd recostado contra la puerta metálica. Ya no supe distinguir si lo que oía eran los gemidos de placer que se colaban por los resquicios u oía el genuino lamento de los deudos que acompañaban a las inexplicables apariciones. Me quedé inmóvil hasta que me sobresaltó el rechinar del catre, el ataúd se movió; se estremeció amenazador.

–¡Gabriela, Gabriela! –supliqué su presencia, pero al no verla en el cuarto supuse que estaba en el baño; la llame con insistencia y cuando noté que la puerta no tenía el seguro, me abalancé. Había llorado mucho, estaba irreconocible con el maquillaje disuelto por sus lágrimas; entendí su llanto, la culpa le era insoportable. La aparté del espejo y se conmocionó al ver los nefastos ataúdes. Recogí como mejor pude los aparatos electrónicos mientras Gabriela ida, absorta en su problema e incrédula ante la escena de pesadilla que nos amenazaba, se acercó a la cama luctuosa, levantó la tapa del féretro y la dejó caer con el dolor o espanto de quien ha reconocido al ocupante.

–¡Quiero irme, quiero irme, por favor! –suplicó.

Empujé el ataúd negro que nos cerraba la salida, el cajón cedió y se golpeó contra la pared; al hacerlo se abrió y el muerto que lo ocupaba se descolgó como un muñeco y pude ver la manga, con los ribetes dorados, de su uniforme.Corrimos, huimos sin darle explicaciones al encargado y subimos a mi automóvil que salió de la cochera como de la línea de partida de una competencia de carreras. 

Lejos del hotel levanté el pie del acelerador y me estacioné en una calle desolada e iluminada para recoger la temblorosa mano de Gabriela y calmarla.

–¿Qué pasó?, no lo entiendo, no puede ser posible –gimoteó –era yo, yo estaba dentro de ese ataúd, ¿por qué?

Me invadió la idea escalofriante del mal agüero; sin embargo, no quería empeorar su estado. Yo había recuperado la serenidad e iba a decir algo que leí, de las alucinaciones colectivas, cuando sonó el timbre de mi teléfono, miré la pantalla y el espanto volvió a romperme la voz:

–¡Gabriela, olvidaste tu celular en la habitación, me están llamando desde tu número!

Tuve miedo de contestar, “¿quién estará al otro lado de la línea?”, vi una franja de claridad en el cielo, la madrugada prometía un nuevo día, –quizás es el encargado, quizás solo es él–, me dije y deslicé el dedo. Oí la voz de una mujer que reconocí con pavor: “Julio, no pude quedarme, creo que sabías que tengo novio, lo que pasó fue un error lamentable, pienso contárselo a mi flaco, espero que él entienda, disculpa por irme sin avisarte, suerte con el video, cuídate, tu canal es muy bueno, chau y ojalá la muerta te jale la pierna…”. Intentó reír, no terminó la llamada, suspiró y siguió; pero la voz de Gabriela se partió: “Lo sabías y no te importó, ¡eres una mierda!, ¡maldito, que te jodan!, ¡puta madre!, yo soy peor, ¡mucho peor que tú…!”.

Y se cumplió su rencoroso deseo: una mano gris y enjuta como una rosa marchita cayó sobre mi pierna y se cerró con tal desesperación que se hundió hasta mi piel.

Miriam echó un grito sordo y la vi revolverse en el asiento como si unas fuerzas invisibles le aplastaran el cuello. Me arrastró a su dolor inenarrable. Se retorció hasta morir, otra vez, y disolverse en el aire caliente que soplaba la calefacción del automóvil. Se fue y me dejó sólo, herido y trastornado en una calle desconocida que comenzaba a cobrar vida: las puertas de las tiendas se plegaban aparatosas y las bocinas de los triciclos anunciaba el pan caliente para el desayuno.