Escribe: Romario Huamani
“Al acabarse esta botella de whisky en mi vaso yo he acabado también con el recuerdo de tu sonrisa en mi memoria y esta penosa y detenida resignación de buscarte en cada cosa que amo”.
El flaco W. se sobresalta de nervios sobre su asiento. Una sonrisa disimulada se dibuja en su rostro redondo mientras levanta una copa llena con su mano derecha y con la otra sujeta el papel recortado que acabo de leer. Yo me siento igual, me confiesa con una mezcla inicial de ternura en su mirada risueña y el horror creciente y final en sus ojos achinados que se ensombrecen al bajar la cabeza en señal de nostalgia. Lástima que ella no está aquí, se reincorpora, quiero decir, en este momento, añade, enseñándome la foto de S. en su celular.
Alrededor de W. se debate, entre cuatro varones, la posibilidad de comprar más licor. La música de “Los Prisioneros” ha impuesto una atmósfera sombría en el gran salón de baile y ninguno de los presentes ha mostrado interés en bailar desde que comenzó la fiesta. Hay un total de 10 mesas en las que se comparten experiencias universitarias con el afán de resistir al olvido y la inserción al mundo laboral.
El animador, vestido con un ridículo bléiser rosado, empieza a convocar, visitando mesa por mesa, a los agasajados para formar un círculo enorme. Los jóvenes que no deben sobrepasar los 23 años abandonan sus conversaciones al escuchar un tema del grupo de cumbia “Agua Marina”. Las chicas guapas son tomadas a la fuerza por los más avezados y salen al centro a divertirse. Las que llegaron solas se reúnen en un pequeño grupo. Una de ellas observa de reojo a W., le sonríe. No hay respuesta. Vuelve en sí con una expresión de enfado.
W. lleva puesto un traje azul a medida de tres piezas: saco, chaleco y pantalón. Le incomoda vestir “elegante” por la sencilla razón que dificulta la movilidad. Pero esta noche es diferente. Tiene que esperar que el fotógrafo finalice la grabación del baile de graduación. Sin mucho esfuerzo, contrario a lo que se espera de un evento social, W. continúa revisando la galería de fotos. Ha bebido lo suficiente como para prestar atención a los comentarios de sus compañeros de mesa y el espectáculo que comienza. Uno de los compañeros abre la segunda botella de vino.
—¿Vienen con nosotras? —se confunden las voces de las señoritas que nos acompañan.
Los chicos de otra mesa las interceptan como lobos en cacería. Se las llevan perdiéndose entre la muchedumbre y luces neón.
—Los alcanzo enseguida —le responde débilmente el muchacho que se queda sirviendo el vino y al que le resulta difícil socializar.
Ha perdido la posibilidad de bailar con su pareja. Suspira. Cierra los ojos, algo recuerda entre sus labios que susurran un nombre. Bebe de un sorbo y se apoya en sus brazos. Me comenta, sin haberle preguntado, que no le importa estar solo porque acaba de terminar con su flaca. No quiere que sienta lástima por él.
W. se esfuerza en no llamar la atención, pero es inútil. Es el más alto de la promoción y gestualiza con brusquedad los brazos mientras conversa. Acto seguido se escucha su nombre en el parlante. Todos ríen. Su mirada, una mirada acaso perdida en sus pensamientos, se compone de la misma soledad desde que llegó al local: sonrisa esforzada, ojos cansados y suspiros repentinos. Revisa su celular: no hay mensajes nuevos. Quiere escribirle a S. pero desiste. Vuelve a su galería de fotos y encuentra una selfie que se tomó junto a ella en un restaurante de Mollendo.
Me comenta que el 21 de diciembre del 2024 viajaron juntos para encontrarse con unos amigos en la playa. El viaje era la excusa perfecta para estar a solas y así proponerle un noviazgo. Pero S. no quería apresurar las cosas. W. se detiene, frunce la frente. Recuerda algo que no le conviene y me sirve más vino.
—Deseo regresar el tiempo a ese día. Mejor aún, ¡quiero estar en el preciso lugar donde todo se fue al carajo!
Sus reproches y descargos se empiezan a escuchar con mayor intensidad. El alcohol que ingresó a su sistema ha surtido por completo su efecto.
—¿Quieren más agua chicos? —interrumpe el camarero con una jarra en mano al reconocer la mesa de dónde llegan los gritos.
W. pide más hielo. Se calma. Intenta levantarse y en un descuido hecha el vino en el piso. Intenta cubrirlo con papel. Un silencio a la música. Esta vez sí logra escuchar su nombre en el parlante y se entusiasma dando pequeños brincos. Las chicas lo quieren en la pista de baile. Se ríe para sí y hace un gesto con las manos para que le esperen. El mozo se retira presuroso por un trapo. Ahora se escucha salsa y se abre la tercera botella, pero esta vez de “jagger”.
W. mira a ambos lados, apenas tres compañeros y algunos padres de familia. Han pasado tres horas desde la primera botella de licor. No es natural verlo inquieto; sin embargo, desde hace una semana viene planeando este día. Me dice que es ridículo seguir así cuando hay fiesta. Decidido a poner punto final a su mal humor y desdicha amorosa me pide prestado mi celular para llamarla. Al parecer S. le bloqueó el número. Suena la llamada. Dos segundos de espera, le cortan. Vuelve a intentar, se escucha la voz meliflua y calmada de una chica. W. se retira del local.
Aprovecho para seguir bebiendo y de paso recordar el poema completo que leí. En el fondo me siento igual. Quiero pensar que yo lo escribí. Pero es inútil, ya estoy embriagado y salgo a bailar con el grupo de chicas que me toman de las manos como un trofeo.
Pasan 40 min aproximadamente. W. regresa. Tiene el cabello y el rostro refrescado. Me entrega mi móvil y se une al festín. Se encuentra más calmado y prefiere recuperarse antes de seguir bebiendo. Sus movimientos son laboriosos y descoordinados. Baila con una y con otra compañera y a los pocos minutos se incorpora en otro grupo con sus amigos.
Son las 12 de la noche. Las luces neón intensifican la borrachera. La grabación termina y donde hubo trajes y vestidos solo quedan camisas remangadas y espaldas descubiertas. Los chicos hacen un alboroto y rompen botellas. El mozo se apresura a limpiar mecánicamente. W. me pide la hora. Sospecha mi curiosidad y me dice: “Al final le dije todo lo que pensaba”.
Cuando dice final se miente, tarde o temprano tendrá que enfrentarla en persona, pero hoy puede seguir disfrutando. El flaco me agradece por mi amistad y brindamos. Al final he recordado el poema, ¿o es quizás otro? No tiene importancia porque se lo recito a la primera mujer que me da onda. Las líneas dicen una cosa como:
El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
que nunca se abrazaron (…).
Pasó el amor, la luna, entre nosotros
y devoró los cuerpos solitarios.
Y somos dos fantasmas que se buscan
y se encuentran lejanos.
La chica se ríe, seductora… Me pregunta mi nombre y a qué me dedico. Yo estoy ebrio y asiento a todo.