Por Jorge Condorcallo
A Facundo le costó entender que no existe un camino de retorno a la felicidad infinita del último fin de semana. Él e Isabel pasearon por el sendero del bosque espeso que invita, con voz melodiosa de viento, arrollo y ramaje, a aventurarse en su exótica profundidad. Corretearon, se echaron en el pasto, comieron manzanas acarameladas y bebieron una botella de vino. Al recordar el paseo la posibilidad de la maldición se apoderó de él: sí, fueron ellas, las antiguas criaturas de nombres impronunciables, las que habitan en ese territorio prohibido, quienes los señalaron con sus dedos torcidos y sus susurros de humo llamaron a la desdicha.
A pesar de la culpa que le dolía en los brazos y en los hombros, él tenía mucha hambre.
Señalados o no por las fuerzas sobrenaturales, la mató, ese es un hecho irrefutable, y a los ocho días de matarla volvió al cuarto y se dedicó a atrapar, con sus manos coloradas, a las necrohadas que volaban sobre la muerta con insidia de ratas famélicas. Capturó a cuantas pudo y las metió en una enorme olla tiznada; con el cucharón de palo las apachurró contra la cazuela mientras el fuego de la cocina levantaba en ebullición el agua. Las moribundas golpeaban la tapa con sus cabecitas rubias.
El aroma dulzón que emanaba de la cocina se dispersó y colmó las habitaciones de la casa durante la hora que demoró la cocción; al terminar, apagó el fogón y probó una cucharada de la sopa, salpicó un poco de sal y sirvió el caldo amarillento en un plato hondo de porcelana desportillada, llenó el plato y sobresalieron las piernas y los brazos tornasolados de las hadas tiernas. Facundo entró al cuarto con la comida y sus ojos se mojaron en la franca tristeza que le causó la estampa de la culposa realidad: Isabel, su esposa, yacía despatarrada, con los ojos velados por la muerte y las blasfemias de su última desesperación en el rictus. La acomodó contra su cuerpo de tal manera que podía sostener su cabeza con una mano y con la otra levantar y acercar la cuchara con la sopa caliente a la pavorosa crispación. La muerta, como era de esperar, no reaccionó y mantuvo el gesto de espanto; Facundo sopló para enfriar la comida que le ofrecía, mas Isabel no quiso abrir la boca.
Le habló como a una niña caprichosa que no quiere comer, le suplicó en el oído pronunciando el apócope de su nombre: “Isa, mi Isa, come, por favor” y ante la indiferencia le pidió disculpas con un caudal de lágrimas que cayeron en el plato; besó el cuello rasguñado, prometió cortarse las uñas y jamás volver a lastimarla. Revolvió el caldo, recogió una pequeña cabeza abotagada en la que un ojo de hada se escurría de la cuenca y los finísimos cabellos se enroscaban en los fideos, metió con vigor la cuchara entre los labios del cadáver, el sabor se esparció entre el paladar y la lengua. El hombre escuchó más contento que asustado el crujir de los diminutos huesos aplastados por las hileras de muelas de la muerta que parpadeó revivida por el sabor del sabroso consomé.
Regresó del limbo de silencio, saludó con voz rasposa de animal herido, preguntó confundida el porqué del dolor. El marido rogó el perdón y ante la súplica del asesino, ella le perdonó la muerte y la ira con que la había asfixiado. Isabel había retornado a la vida, aunque sentía unas insoportables punzadas en la cavidad que había dejado hueca el alma al partir que, ambos comprendieron, solo aliviarían los deliciosos platos que Facundo preparaba. Por ello el esposo redimido prometió cuidarla y atenderla. Te confieso que fue leal a su promesa, hizo de sí un esposo diligente que salía a las calles a cazar y volvía con los bolsillos rebosantes de necrohadas destripadas, suplicantes o desmayadas para cocinar las recetas que mitigaban los sufrimientos de la esposa resucitada y ella era feliz, otra vez, al verlo atento y amoroso como nunca antes lo fue.
En las noches de ese invierno se abrigaron con frazadas, se abrazaban en la oscuridad y todas las noches de sus segundas nupcias, sus bodas negras, hicieron el amor con delicadeza y suavidad infinitas, Facundo con la gentileza del hombre joven y fuerte que se ve frente a una mujer frágil y enferma; contenía sus ansias de amante exigente para no descoyuntar los huesos de su pareja en el apasionamiento. Ella padecía los efectos irreversibles de su estado de muerto viviente, era una mente lúcida dentro de un cuerpo que se descomponía inexorablemente. Afloró en el vientre un rosal de gusanos, a él no le importaba la podredumbre y dormían juntos en la amplia cama matrimonial; Facundo parecía insensible al hedor que resoplaba su compañera. Una tarde le obsequió a Isabela una bolsa repleta de paidovoros, duendes malignos que raptan de sus cunas a los niños no bautizados. Los descabezó con destreza para preparar el suculento adobo que ambos comieron el domingo en éxtasis porque su sabor es incomparable. Chuparon las costillas con fruición, al acabar opinaron y concluyeron que tenían que repetir el manjar, definitivamente.
Ni él lo alucinó ni ella lo soñó, el final de esta historia de amor empezó con la llegada de la primavera. El marido alistó su bolso y salió en busca de nuevos ingredientes para detener la desintegración que llevaba a su mujer a una segunda y definitiva muerte. El tiempo que no sabe de arrepentimientos ni de la piedad por amor carcomía cada parte de la disminuida Isabela, no había forma de evitarlo. Facundo se marchó la madrugada del lunes, se despidió con un beso en la frente apergaminada y en su ausencia ella lloró gotas de grasa fétida que se secaron en una costra oscura que enmascaró el cachete. Reapareció el jueves, envuelto en jirones de neblina, bronceado y con el enorme saco sobre sus espaldas. La saludó con un beso de sal sobre sus dientes que relampaguearon en esa grieta sin labios y le enseñó con mimos lo que había pescado en el mar tumultuoso.
Abrió y tiró el saco que escupió sobre el piso de cemento a la hurísirena de cabellos verdes y escamas azuladas; ambos lo celebraron, él se desvivió narrando las aventuras de su cacería y ella las celebró con asombro y risas que constreñían el avance de las arañas. La bella criatura temblaba de miedo, de frío y respiró la desesperación de esa atmósfera pestilente hasta que el reloj marcó las diez de la mañana. A esa hora Facundo le cortó, de un tajo, la garganta e hizo escurrir la sangre diamantina en varias tinajas. Con el mismo cuchillo la despellejo y rebanó; con ambas manos lavó los filetes, los secó con papel y embadurnó con ají, ajos, pimienta y comino. Untó con abundante sal el libro abierto que era el tórax de la sirena para mejorar su sabor, frotaba la carne cuando apareció la gente extraña que hablaba un idioma todavía más extraño. Fueron ellos, aquellos hombres y mujeres que gritaban el nombre de un dios, quienes se lo llevaron al vuelo y en el cielo prístino del atardecer lo despedazaron con violencia. La cabeza del pobre Facundo creyó que eran ángeles porque mientras caía a la tierra suplicó que cuiden a su esposa que se merecía el paraíso por su gran bondad.
―Facundo, ¿así se llamaba el loquito?
―¿Loquito?, ¡ese es un enfermo de mierda!
Oyó ofendida la silente Isabela que era conducida al cementerio de la ciudad, iba callada porque no tenía una lengua para reprender a los insolentes trabajadores de la funeraria e inmóvil porque había perdido el control del despojo que era su cuerpo.
―La tuvo por varios meses en su casa, dicen que apestaba como mierda.
―Ese huevón estaba quemado por eso se la cachaba, lo leí en el periódico, ¡puta madre!, ¿cómo será metérsela a una muertita?
―¿Probamos, tío? ―preguntó el ayudante y rio con disfuerzo.
―Con esta fea de mierda ni cagando.
―El enfermo se comía moscas, cucarachas, ratas y como estaba loco de remate raptó a esa chiquilla en la playa; se la llevó y allá, en su casa, la mata y el gran hijo de la puta la corta como si fuera a freír un pescado.
―Lo chaparon cuando ya la iba a cocinar, qué cagada, yo entiendo a sus vecinos, se les fue la mano y lo mataran de un palazo, ¡bien hecho!, porque este criminal no entendía razones y se resistía, quería volver a su basurero… ¡Oye!,escuchaste que algo se movió, revisa, no se va a caer la finada, nos descuentan si la caja está quiñada.
―¡Todo en orden, maestro!
―Qué huevada te caga así el cerebro. Ese huevón, si yo fuera él me tiraba a la chibolita que estaba buena nomás, viste las fotos, blanquita, quince añitos, una princesa; pero tirarse a esta muerta apestosa, ¡concha de su madre!, ¡qué jodido!