Por Romario Huamani
Tras la ventana enmallada y la puerta forrada de nylon se filtra el polvo fino del ventarrón que anuncia la muerte, como señal invasiva del silencio rural, en la larga fila de cuartos de cemento, de adobe y de madera. De rato en rato los vientos cálidos soplan desde el sur, llevando consigo trozos de cartón, sacos mineros y bolsas negras de basura que se pierden entre los cerros triangulares, antiguos protectores del valle, en un espectáculo zigzagueante de pequeños remolinos de tierra que ascienden hasta la cima.
“Espejismo”, la película de Armando Robles Godoy está por terminar. El relój en la pared marca las cuatro de la tarde. Y Valeria, joven sensual de cabello ondulado, apaga el televisor. Sus ojos cafés recorren intranquilos, de un lado para otro sin coordinación, la pequeña sala buscando a su gato siamés que tiene la costumbre de escaparse cuando hay un hombre en casa. Lo coje en una esquina y lo encierra dentro del patio gris al final del estrecho pasaje de concreto cerca al único baño.
Aprovecho su ausencia para servirme la última copa de vino que ha quedado de la cosecha del año anterior y me levanto del incómodo sillón de carrizo para orinar. Logro a duras penas ponerme de pie…
—Nos vemos después Romi…, me baño y te alcanzo en la farmacia – me despide Valeria, con voz tenue desde su cuarto–. Jalas la puerta cuando te retires.
Y quedo a la intemperie.
Es verano, y esta tempestad que no trajo intensas lluvias ni relámpagos estruendosos ha persistido en devolvernos la nostalgia por nuestros fallecidos.
Don Carlos es una persona melancólica que suspira bastante. Lleva tomando cerveza desde el mediodía a pesar de su edad avanzada. 60 años y aún se me para muchachos, expone con orgullo en las conversaciones con amigos sobre su vida sexual como el gran logro de su vida.
Su camisa azul está empapada y cubierta de lodo; su pantalón, confeccionado de mameluco verde y algunos trozos de pantalón jean, arruinado por el trabajo. Debe haber regresado de la mina. Observo con detenimiento desde lo alto del recorrido para ver si puedo ayudarlo a regresar a su casa. Ha cruzado nuevamente el río, siempre lo hace solo, me interrumpe la vos de un lugareño que me saluda y se me acerca para preguntarme si vendré a jugar una pichanga en la canchita de Cerro Colorado. En mi vida lo he visto, pero el hecho de que me reconozca significa que hemos compartido de seguro unas copas de vino. Asiento con la cabeza y cada quien sigue su camino.
El señor Carlos carga una mochila y sube, tambaleándose, cerca de la panadería mientras su mujer de 56 años, avergonzada, le espera como una buena esposa con un caldo de gallina recién preparado. Abre el cierre del compartimiento más grande de donde saca varios pacayes y se los entrega sonriendo para que reconozca que no solo regresó ebrio sino que también trajo comida a casa. Un día como este murió su hijo mayor en un accidente de moto cuando bajaba manejando ebrio, de noche, de una competencia de pelea de gallos en la capilla.
Sobre las viviendas techadas de calamina, se extienden campos de viñedo (antes más que ahora), cual jardines romanos que cuelgan en los tendederos de ropa. Recorren, centímetro a centímetro, parra tras parra, los enormes árboles de huarango y molle que adornan, solitarios, cada cuadra del pueblo.
Cualquier persona que busque en internet las palabras: San Juan de Chorunga, encontrará que en este valle se produce vino y pisco, pero su principal cosecha es el oro. No se trata pues de un destino turístico, aunque los lugareños insistan en vender esa imagen en los meses de febrero y marzo, cuando se realiza la vendimia, que es la recolección y cosecha de uva.
No obstante, la segunda semana de septiembre, en su aniversario muchas personas de diferentes partes del Perú llegan para celebrar a la virgencita de Natividad y de paso emborracharse hasta no poder, durante los siete días de fiesta en la capilla. En general, estás personas son los hijos de los mineros que lograron una carrera profesional en la ciudad y regresan al pueblo donde crecieron. Es un reencuentro entre familiares.
Esta mañana la señora Deysi, madre de Valeria, me invita a participar de la cosecha y pisa de uva en las chacras de su familia. Sus maneras finas y su voz pausada hacen recordar a las damas del cine negro: orgullosas y altivas. Acepto sin poner excusa, a pesar de que ya compré un pasaje para viajar está noche a la ciudad de Arequipa. ¿Romario otra partida?, Deysi que ya va ganando cinco partidas me persuade para seguir apostando en el juego de ludo, mientras yo trato de disimular mi sonrisa y pienso para mi: ¿No es curiosa la relación amical que surge entre las personas?
A diferencia de otros campamentos mineros en Arequipa, este tiene la particularidad de conservar sus tradiciones. La mayoría de personas que viven aquí son devotos de algún santo. Y cada festividad la realizan a lo grande: con orquestas, bebidas y comidas. En el fondo es su manera de expresar que la vida en este rincón del mundo abandonado por las autoridades, viene haciendo a su manera el “gran desarrollo prometido” como otros tantos lugares.
Recuerdo muy bien la primera vez que pisé esta tierra. La noche lluviosa y un conductor que apenas lograba maniobrar el bus en la carretera destruida por los huaicos. Las dos únicas formas de cruzar el río caudaloso: a través de la pala de carga de una retroexcavadora o subiendo a un andarivel que se sujetaba por dos troncos largos en cada extremo de la orilla. Ambas con una alta probabilidad de morir.
Esperar cinco horas, hasta que amanezca, para una madre que llevaba un bebé en brazos y un niño de seis años que tenía la única tarea de cuidar, sentado y sin moverse, los enormes sacos de ropa y ollas al filo de la trocha, mientras se escuchaba el crujir de las rocas arrastradas por las aguas conchas y furiosas del huayco, no era tarea fácil. Historias similares de muchas familias que llegaron aquí por un mejor futuro se cuentan cada vez que se bebe.
El vino no te choca hasta que el viento te da de golpe en la cara. Es indispensable recordar que si tomas vino mejor quedarse a dormir en la misma casa, yo no sigo esta recomendación y continuo caminando por el cementerio que da a la zona baja del pueblo. Poco a poco comienzo a sentir el desequilibrio en mis pasos. El resultado: una caída contra un gallinero de calamina y la carajeada de una mujer gorda que no dejó que me incorpore para echarme un fluido. Un olor familiar a papa fermentada, ¿orina?
¡Pero qué importa cuando uno está ebrio si tiene deberes que cumplir! Había prometido llegar a la farmacia para conversar con la señora Deysi y su hija Valeria, y quedar en los últimos detalles de la cosecha y pisa de la uva. Sería lo mismo en el lagar: beber y beber más vino.