El calendario de una empresa de gas moradito que prometía traerlo en menos de 20 minutos, en la pared del pequeño espacio que fungía de cocina del pequeño cuarto arrendado, marcaba diciembre 20. Ezequiel, sentado en el único sofá desmembrado del lugar, observaba a su madre Tiana lavar los platos del desayuno antes de salir a su primer trabajo del día. La luz mortecina de la mañana se colaba por la ventana, dibujando sombras en las paredes descascaradas que mostraban la cara de sillar.
—Mamá, ¿es verdad que los Reyes Magos le llevaron tres regalos a Jesús? —preguntó el niño, mientras jugaba con un hilo suelto de su chompa desgastada.
Tiana detuvo el agua del caño. Sus manos, agrietadas por el polvo de lavar que usaban en el puesto de desayunos donde hacía el primer turno, se aferraron al borde del lavaplatos.
—Sí, mi amor. Si recuerdo las clases de catecismo, le llevaron oro, incienso y mirra. Pero no me preguntes qué cosas son.
—¿Entonces yo también puedo pedir tres?
El silencio se extendió como una mancha de humedad. Ella se secó las manos con un trapo y se sentó junto a él.
—Puedes pedir tres. Pero recuerda que llegamos hace menos de un año, y que…
—Ya sé, ya sé —interrumpió Ezequiel, evitando sus ojos—. El dinero no alcanza.
Aún con el peso de la realidad económica de su hogar, el niño convirtió su mente en una tienda de juguetes los siguientes días. Primero imaginó una PlayStation 5, había visto a sus compañeros de clase presumir screenshots en sus teléfonos. Después pensó en un iPhone, aunque fuera de los viejos. Quizás un dron, de esos que vio en el estadio donde su madre trabajaba los fines de semana.
Pero cada noche, cuando su madre llegaba exhausta de su último trabajo en una pollería, con el uniforme oliendo a aceite y los pies hinchados, sus deseos comenzaban a transformarse como las sombras en su cuarto ante el avance de la luna llena. Recordó que sus zapatillas tenían un agujero, que su mochila se sostenía con cinta adhesiva y grapas, que su única casaca ya le quedaba corta.
La noche antes del 24, Tiana llegó más tarde que de costumbre. La encontró sentada en la oscuridad de la cocina, con una taza de té frío entre las manos. Al mirarlo quiso mandarlo de nuevo a la cama, pero recordó la fecha, así que, tomando algo de aire preguntó:
—¿Ya pensaste qué vas a pedir?
Ezequiel se acercó y puso su mano pequeña sobre las de su madre, frías como la noche afuera.
—Sí. Quiero tu salud, porque cuando te enfermaste el mes pasado no pudimos comer tres días. Quiero dinero, pero no para mí, sino para los que te contratan y así te paguen más y dejes el trabajo de la noche. Y quiero amor, porque este año me porté mal cuando te grité porque no pudiste ir el día de la madre al colegio.
Tiana no lloró. Las lágrimas eran un lujo que, como tantas cosas, no podían permitirse. El aire se volvió denso, como si todas las palabras no dichas entre madre e hijo finalmente encontraran su lugar en el espacio entre ellos.
—¿Tus zapatillas tienen hueco, no? Tranquilo, no es para reñirte, las cosas se gastan al final.
—Sí, aunque no se nota mucho.
—Qué tal si mañana te llevo al mercado y me esperas hasta que salga y nos vamos a ver zapatillas, allí están baratas, como son un par, allí hay dos regalos y la caja tres para que guardes cosas.
—¿Y si no nos dan caja?
—Un helado, pero es mi oferta final, porque eso será a cuenta de los reyes, luego ellos me devolverán, ¿sí?
—¡Listo, mamá!
Afuera, la ciudad seguía su ritmo implacable. Pero, sin saberlo, los Reyes Magos acababan de adquirir una deuda que deberían saldar, si lograban entrar al país.
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