Escribe Jorge Condorcallo
No saben cuánto amaba a Rosalía. Tan próspero era nuestro amor de cuatro años que no podía permitir que una partícula de duda inquietara las aguas tranquilas de nuestro idilio; por eso decidí acabar con las insinuaciones de la incansable Sandra, quien con inocencia de colegiala ilusionada me cortejaba y yo, orgullosísimo, no entendía que había visto en mí; yo que era pobre, poeta y para nada guapo.
A días de la Navidad, Sandra cambió la estrategia de su última campaña y se plantó en un sitio clave con una pancarta de la que hizo su bandera de guerra: «Gerardo, quiero que tú y todo el mundo se entere, ¡te amo!”. Me esperó por horas en la cancha donde cada sábado jugaba al fútbol, yo no fui a pichanguear por una contractura, y decidida a ganar o morir de vergüenza por amor envió las fotos de su hazaña a mi correo electrónico. Aquella amistad superó los límites de la misma, Rosalía no se merecía los entreveros en los que me había metido por cobarde, tampoco la pobre Sandra que me suponía soltero, sin compromiso.
—¡Sandra, tenemos que hablar! —le solicité, con severidad, a mi amiga por teléfono.
—Ok, Gerardo… —dijo disminuyendo su alegría para luego volver a estallar en alborozo —¿y qué me vas a regalar por Navidad?
Rosalía, mi imperturbable enamorada, no sabía que existía Sandra, la compañera de la universidad con la que hablaba todas las noches por Facebook, y viceversa. Tenía que acabar con esa ilusión, sería rápido, breve, letal: “Sandrita, perdón, pero tengo novia, tú y yo solo podemos ser amigos», me anticipé al reproche y le compré un lindo obsequio para que sea su consuelo.
Estuve puntual el día convenido y desde entonces no he vuelto a ver a una mujer más feliz. Sandra, que salió agotada del colegio donde trabajaba, floreció al encontrarme impaciente en la esquina con una bolsa grande de regalo y una culpa todavía más grande en la cara. Cuando iba a romper su corazón; me detuvo, me propuso ir a un parque para conversar sin molestias que enturbien nuestro importante diálogo. Caminamos con lentitud hasta el hermoso mirador del distrito donde tantos amores se declararon o se dieron el sí definitivo, yo haría la diferencia. Desde los portales se veía el río neblinoso y los árboles sombríos aglomerados en el valle, nos sentamos en una banca de piedra tan fría como el aire que circulaba a esa altura. No podía dilatar más la razón de la cita:
—Sandra. — La miré serio, serísimo —. Quiero que sepas que yo ten…
—¿Puedo ver mi regalo? — Y me arrebató la bolsa de papel de las manos.
¡En qué pensaba! Sus ojos se llenaron de lágrimas de gratitud cuando vio la muñeca en el empaque de colección, la compré porque me contó que sus padres le dieron una igual con la que jugaba sin descanso hasta que la perdió, aunque ella juraba que una prima envidiosa se la robó. Dos veces más enamorada que antes me dio un paquete, ordenó con autoridad de maestra y la obedecí con temor de estudiante: rompí el papel brillante y olvidé el porqué de nuestra reunión. Cuando yo era un niño mi papá no ganaba mucha plata y no podía comprarme un carrito que yo quería y allí estaba, por primera vez en mi regazo, el cuatro por cuatro a control remoto con las baterías puestas: mi juguete soñado.
Hablamos de la muñeca, del auto; luego, con el mismo ánimo, de la universidad, de buscar trabajo, del futuro de la educación peruana, de una antigua película de terror que ambos recordamos con nostalgia y qué lástima que no la vuelvan a pasar por la televisión. Y sentimos una íntima tristeza porque la tarde se acabó, se pasó como volando. La noche de diciembre nos saludó con frío, con tanto frío que se nos antojó, coincidimos, una taza enorme de chocolate caliente. En el paradero me sentí colmado de una cálida felicidad hasta que recordé que ese peligroso juego no podía continuar y en un rapto de sinceridad lo solté sin anestesia: «Yo tengo enamorada; quizás no lo sabías…» y le expuse el asunto punto a punto.
Sandra se sumió en un silencio de tragedia, luego se llenó de reclamos y al final en un llanto en el que se reprochaba y clamaba su confesión ya sin pena: «¡y lo peor es que sí, te amo Gerardo…!». Las combis pasaban alumbrando la incómoda eternidad enclavada en aquel paradero donde ella lloraba y yo la miraba llorar. —¿Qué esperas?, ¿una invitación?— me azuzó el viento. La abracé y ella me abrazó. En su promesa ardiente de no molestarme más con sus tonterías y desaparecer de mi vida alzó su rostro y me obsequió sus labios en flor. ¿Rechazarla?, ni Dios se habría resistido. Sí, la besé, no lo niego. El segundo beso fue el deseo urgente de mi corazón culpable y los siguientes se sucedieron acompañados de arrepentimientos que proclamamos más por decoro que por conciencia. En un súbito cambio de actitud Sandra me apartó, juró olvidarme, alzó la mano, subió a un taxi y se fue dejándome solo y envuelto en el dulce fantasma de su perfume.
Volví a mi casa desconcertado, aunque convencido de haber hecho lo correcto porque yo amaba a Rosalía, teníamos planes reales de matrimonio, de quienes iban a ser nuestros padrinos de boda, a donde viajaríamos en nuestra luna de miel, de cuantos hijos íbamos a tener y sus nombres… Se imaginan lo que estaba en juego.
Pero, a pesar de haberlo intentado todo, no podía dejar de pensar en Sandra; en su amor valiente, en lo bien que congeniábamos, en sus ojos hermosos y ansiosos… en sus besos. No sé qué me pasó, perdí la cabeza por completo en la víspera de la Nochebuena. Y sin mi cabeza pues decidí con la sangre y la piel que vibraba aún por su contacto.
—¿Nos damos un tiempo?
Rosalía que siempre fue una mujer serena escuchó callada al orate que inventaba mal una historia de mentiras para romper porque nunca antes lo había hecho y ella se fue marchitando con cada excusa que le regalé en esa Navidad de mierda. Sandra, como si lo supiera, rompió pronto su promesa de no volver a hablarme y al encontrarnos nos besamos con ternura, con pasión, sin miedo y las explicaciones sobraban en la felicidad.
El despecho de Rosalía, porque ella era una santa, pero antes era mujer, tardó, pero por fin llegó a mi puerta con varias bolsas negras repletas de los peluches, regalos y cartas de amor que le había dado en aniversarios y cumpleaños; cada bolsa marcada con la misma etiqueta en la que mandaba su vivo deseo de Año Nuevo: «¡Sé muy feliz!, hijo de puta». No podía creer que ella lo escribiera porque le tenía alergia a las malas palabras; envió el mismo mensaje a mi teléfono en el primer minuto del primero de enero.
En la prisa por subir a la avenida y tomar un taxi para llegar a tiempo a la celebración que planeamos, leí, releí y escribí una respuesta rápida que creí sería un consuelo para Rosalía, para mí y no la cúspide de la hipocresía y del descaro, la gran pendejada: “Ros, perdóname. P.S. Te extraño mucho…”.
Fue una mala decisión y lo peor fue que Rosalía lo creyó y, sin demorar, respondió esperanzada: «¡Gera, también te extraño!»; luego la pobre Ros me llamó una, dos y mil veces; sin pensarlo corrió como estaba vestida hacia mi calle en medio de la tormenta de bombardas y cohetones en busca de una reconciliación de película romántica, pero fue en vano porque a esa hora yo estaba ocupadísimo brindando por primera vez en la casa de mi enamorada, con mi copa de champán rebosante de espuma, por la salud, el dinero y para que lo nuestro dure cien años y más, Sandrita: «¡Salud, mi amor!».
—¡Salud! —Brindamos y hablamos de todo, sin temores ni dudas. Los dos con las doce uvas de los deseos y las ganas de que la noche sea mágica y eterna; lo fue porque sus papás habían viajado a la playa y volvían al día siguiente al mediodía.
“Qué bella es la vida”, me dije de pie frente a la ventana abierta de ese amanecer de fiesta y de resaca con olor a vino, a pólvora, a perfume, a felicidad; me sentía satisfecho e importante como un hombre renacido. Vi el cielo limpio y luminoso porque el nuevo día no fue borroneado por el ventarrón que había azotado el lado sur de la ciudad donde mi madre, mis hermanas y una tía que llegó de visita consolaban a la inconsolable Rosalía que no entendía por qué le hacía eso a pocas semanas de cumplir cinco años juntos, a semanas de pedir su mano como se lo había prometido con mi palabra de hombre bueno y firme. ¡Qué canalla!
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