Escribe: Víctor Miranda Ormachea
Uno de los rituales más tradicionales del fin de año es la publicación de listas en todos los medios especializados con los “mejores discos del año”. Para algunos, estos ejercicios son una brújula cultural; para otros, un recordatorio de cómo su percepción musical quedó congelada en algún punto de los, setentas, ochentas o noventas. Este fenómeno, que podríamos llamar el síndrome del viejo rancio, no es una simple cuestión de gustos. Es un fracaso estético, cognitivo y, en el fondo, una traición al espíritu innovador del arte.
El fin de año es un terreno fértil para ejemplificar este hecho, los rancios se afilan a embestir a cualquier lista que se atreva a incluir nombres desconocidos para ellos. La obra de Jenny Hval, Lucrecia Dalt o FKA Twigs es música desechada bajo el clásico argumento de «¿quiénes son estas personas? Esto ya no es música», y desempolvan discos de Soundgarden, Gustavo Cerati o Blur con una reverencia cuasi religiosa. Ensalzando como monumentos indiscutibles a artistas que llevan años publicando refritos mediocres. Como si al hacerlo estuvieran reafirmando su lugar en un universo musical que ya no los necesita. Sin embargo, esta idolatría no siempre resiste el escrutinio. Por ejemplo, Weezer no ha hecho un álbum realmente interesante desde su debut en 1994; Depeche Mode lleva décadas reciclando fórmulas; y Tool, hace tiempo que dejó de ser relevante fuera de su club de fans.
Pero, hablar de los viejos rancios no es solo apuntar a aquellos que, en plena era del streaming y del acceso universal, solo escuchan los mismos discos de la época de gloria de U2, Morrissey, Suede, Alice in Chains o Ride, creyendo que el arte contemporáneo murió cuando ellos dejaron de prestar atención. Es un fenómeno más amplio, casi clínico, en el que la comodidad de lo conocido supera cualquier intención de descubrimiento. Es un burdo apego romántico a la música que definió la juventud de estas personas, un verdadero acto de cerrazón cultural, y una incapacidad para procesar la novedad. Estos individuos, atrapados en una prisión de nostalgia, no solo se niegan a aceptar que la música evoluciona y cambia, sino que, con una altanería que raya en lo patético, desprecian lo nuevo como “ruido”, “pretensión”, “facilismo”, “vulgaridad” o “música que nadie conoce”.
Por supuesto la ciencia tiene respuestas al respecto, Daniel Levitin, en “This Is Your Brain on Music”, explica cómo las experiencias musicales vividas entre los 15 y 25 años se convierten en memorias sonoras profundamente ligadas a la identidad emocional. Es un fenómeno biológico: las canciones de esa época están grabadas en nuestras neuronas. El problema no es tener favoritos del pasado, sino confundir la resonancia emocional de esos momentos con un juicio objetivo. Sin embargo, otro aspecto que ha sido estudiado, resultará incómodo para los rancios. No es que su cerebro no pueda aceptar nuevas propuestas, simplemente no quieren. Una investigación de la Memorial University of Newfoundland señala que la capacidad de disfrutar música nueva no desaparece con la edad; lo que cambia es la disposición a salir de la zona de confort.
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Pero el síndrome del viejo rancio va más allá de la neurociencia: es una cuestión de identidad. ¿Cómo aceptar que algo creado por un artista de veintitantos años, como Martha Skye Murphy, Saya Gray o Maria BC, pueda sobrepasar en ambición y profundidad a lo que hicieron Echo & the Bunnymen, Nirvana o The Cure en su apogeo? No es solo nostalgia; es una resistencia a admitir que lo que definió tu juventud puede haber sido superado.
Los viejos rancios prefieren aferrarse a lo que conocen, incluso si eso implica ignorar que el mundo ha cambiado mientras ellos permanecen anclados al pasado; en el mejor de los casos, está la categoría de los rancios que consumen aquello moderno que se parezca excesivamente a lo que escuchan habitualmente en su zona de confort. Para ello sirve, por ejemplo, el post punk cliché contemporáneo, el indie genérico o el shoegaze de ascensor que tanto éxito ha cosechado en los últimos años.
Una de las críticas más frecuentes a los artistas contemporáneos es que son “demasiado pretenciosos” «posmodernos» o “difíciles de entender”. Pero lo mismo se decía de Radiohead en su momento, o incluso de Bowie cuando cambió de piel artística en los setenta. Por supuesto, nunca se habla de la originalidad que sigue brotando en proyectos recientes que, paradójicamente, ocuparán el lugar de «clásicos» en treinta años. El arte siempre ha incomodado, y esa incomodidad es precisamente lo que lo hace valioso y lo que lo ha llevado a encontrar siempre nuevos perfiles.
El problema no es que alguien ame lo que escuchaba a los diecisiete, sino que convierta esa música en su único marco de referencia, incapaz de procesar las nuevas formas, texturas y discursos que emergen en el arte contemporáneo. Es fascinante observar cómo estos melómanos cuadriculados ensalzan artistas que, en su momento, fueron rechazados por las generaciones anteriores, como sucede con Radiohead, que hoy son tratados como semidioses, pero fueron tildados de “artis y pretenciosos” cuando lanzaron Kid A.
Los mismos que se aferran a un par de álbumes decentes de Tool o Nine Inch Nails, critican con furia a artistas como Arca o Eartheater, cuya profundidad compositiva supera con creces cualquier cosa que esas vacas sagradas hayan producido en años recientes. Escuchar y entender a Aphex Twin a los diecinueve años y en el contexto de los noventas fue intrépido, pero, creer que sigue siendo el estándar de la genialidad, treinta años después, es un despropósito.
En este punto, la cuestión deja de ser cultural y se convierte en ética. ¿Qué implica ser un consumidor de arte en el siglo XXI? ¿Es válido rechazar lo nuevo por comodidad, sabiendo que al hacerlo se está ignorando el trabajo de artistas que podrían redefinir lo que significa hacer música? Porque eso es lo que están haciendo figuras como Kali Malone, Lucy Railton o Lingua Ignota: crear arte que no solo responde al presente, sino que lo cuestiona, transforma y trasciende.
El presente está lleno de artistas que desafían expectativas, construyen nuevos lenguajes y expanden las fronteras del arte sonoro. Noombres como Gazelle Twin, Uboa o Claire Rousay están explorando territorios que los viejos artistas de culto ni siquiera podrían imaginar. Pero para los rancios, estos nombres son incómodos porque no encajan en su narrativa: una historia donde el arte llegó a su cúspide en los noventa y todo lo que vino después es irrelevante.
La música anticuada no es intrínsecamente mala, pero cuando se convierte en la única referencia, se torna en un lastre. Es el equivalente cultural de intentar usar un teléfono de los noventa en un mundo de tecnología 5G, se puede hacer, pero se pierde todo lo que hace que el presente sea emocionante e interesante.
Ahora bien, una de las paradojas de la modernidad es precisamente el streaming, en donde los rancios cuentan con la complicidad del algoritmo. En lugar de ser una herramienta para descubrir artistas emergentes, Spotify y sus listas personalizadas perpetúan el círculo vicioso de lo conocido: “Si te gustó Pearl Jam, también te gustará Foo Fighters”. Este ecosistema digital refuerza la idea de que la comodidad vale más que la innovación, una trampa que los oyentes abrazan con entusiasmo. Esto continúa un ciclo de complacencia estética, que convierte la búsqueda de nueva música en una peculiaridad reservada para los melómanos más obsesivos.
El gran problema de esta cerrazón, es que el daño que causa no es solo personal, sino colectivo. Y es precisamente la razón por la que en los últimos años el rock se ha estancado en el pasado, originando que los espectáculos masivos de dicho género, únicamente resulten exitosos y redituables cuando los headliners son dinosaurios, fósiles y vacas sagradas veneradas ranciamente. La cultura musical se paraliza cuando sus supuestos guardianes prefieren ensalzar un pasado idealizado en lugar de celebrar la riqueza del presente.
Al final, el verdadero problema de los rancios no es la música nueva, sino lo que esta representa: un recordatorio constante de que el tiempo no se detiene y que, en algún punto, ellos decidieron dejar de crecer (y creer). Porque la música no es solo una banda sonora para los recuerdos; es un reflejo del mundo en el que vivimos. Y si uno no está dispuesto a enfrentarse a ese reflejo, tal vez el problema no sea la música, sino uno mismo. Y es que, la música no espera a nadie… y tampoco debería.