Para Noah, Faber y sus maravillosos abuelos.

Escribe Jorge Condorcallo

Les entregué sus regalos, los agradecieron y rompieron el papel brillante más para darme el gusto que auténticamente emocionados por verlos.

Mi padre encontró un auto patrullero de los que funcionaban a cuerda, de magníficos neumáticos cromados, de reluciente capó azul y puertas blancas con sus stickers de comisario, ¡nuevecito!

Mi madre levantó una enorme muñeca de trapo, de graciosas trenzas rojas, llevaba puesto un mandil largo con flores de fiesta y los ojos celestes como el cielo en la primavera. ¡Un primor!

― ¿Es un chiste, Gabriel? ―espetó mi padre, con natural severidad, desde su enorme sillón de patriarca.

–¿No los habrás confundido con otros obsequios, Gabrielito? ―Se inquietó mamá, aunque otra vez lo agradeció con emoción.

¡Feliz Navidad!, reventó el cielo en confeti; luego reinaron los villancicos sobre la mesa servida. No dijimos una palabra más de los juguetes; brindamos, comimos panetón con chocolate y conversamos recordando la Nochebuena del año pasado. Satisfecho y cansado, me fui antes de que clareara el veinticinco de diciembre.

Unos días después, creo que fue un martes, llegué sin avisar, entré con mis llaves y me percaté del ruido inconfundible: la sirena del vehículo policial que circulaba por algún rincón de la casa, seguí la bulla que me hizo subir por las escaleras hasta llegar a la puerta entreabierta del cuarto de papá y mamá.

Él intentó silenciarlo a como dé lugar; pero, ¿para qué? Lo había descubierto in fraganti. En sus manos el automóvil, tan terco como él, seguía moviéndose y proyectaba sus luces rojas y azules de alerta.

―Caminaba cerca de aquí y pasé un rato para saludarlos, ¿qué hacías, papá? ―pregunté haciéndome el loco, el desentendido.

―Todo bien, estaba buscando unos documentos de registros públicos que no sé dónde he puesto ―contestó notoriamente avergonzado.

― ¿Y mamá?

―Salió temprano, se fue a visitar a tu tía Flora.

―Ojalá llegue antes de que anochezca, hace mucho frío,  quizás llueva.

―Ya debe estar por llegar. ―Miró el reloj y se hizo un silencio largo―. Sabes, te lo tengo que contar: tu madre le ha puesto un nombre a la muñeca, la llama Marcela, Marcelita se llama y aunque ella piensa que no la he visto, que no me doy cuenta, sé que juega y habla con ella como lo haría una niña, ¡imagínate!, ¡a la vejez, viruelas!, ha perdido la sensatez, creo que es por la edad, supongo ―la delató riendo, luego titubeó, se recompuso y se delató con solemnidad―: hijo, no te lo dije, pero, sí, me gustó muchísimo tu presente, gracias, de verdad―. E izó una sonrisa que no había visto antes, quizás sí en alguna foto antigua que los abuelos guardaban en su cofre de recuerdos de los tantos hijos que tuvieron.

Papá, sin vacilar por el qué dirá su primogénito, le dio cuerda al mecanismo del patrullero y lo mandó a hacer su ronda en el suelo de la casa; el carro dio vueltas y vueltas, chocó contra el zócalo de madera y continuó su persecución sin tregua. “¡Qué chévere!”, dijo para sí y yo no podía dejar de ver los ojos maravillados de mi viejo, su mirada de medianoche colmada de fuegos artificiales.

Esa fue una gran Navidad, inolvidable, mi amor…

“Gabriel, qué lindo, pero aún me queda una duda, ¿por qué les compraste esos obsequios a tus padres?”, me preguntas antes de que termine de contar esta historia. Estás algo confundida en medio del alboroto que hacen nuestros hijos con sus juguetes nuevos y los reclamos porque no están todos los que ellos querían y nos pidieron con varios meses de anticipación. “¡Estos chicos, tú los malcrías, lo tienen todo y no saben apreciarlo, tienen que aprender a valorar lo que con esfuerzo les damos!”, tienes razón y un poquito de esa importante lección contiene mi anécdota navideña que aquí termina:

Hoy que es día de fiesta y que te confío esta historia familiar, porque es tan verdadera como tu inmenso amor de madre, le cuento a tu corazón que aún recuerdo con tanta tristeza como ternura la lejana Navidad de mi infancia en la que papá nos contó lo que nunca tuvo y mamá, lo que siempre quiso cuando ambos solo eran unos niños, buenos y pobres, unos inocentes con tanta fe y esperanza en Papá Noel y el sagrado árbol de los regalos.

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