Son las cinco de la mañana y Javier se alista para irse a trabajar. Lo observo con ternura mientras se viste en silencio para no despertar a los chicos. Hace dos años prometimos que buscaría trabajo en la ciudad, pero la situación no ha mejorado y él sigue teniendo que viajar cuatro horas en el bus Del Carpio para llegar a Aplao. A veces, cuando lo veo partir en la penumbra del amanecer, me pregunto si esta es la vida que soñamos cuando éramos jóvenes.
Algunas mañanas lo acompaño al Terminal en la Avelino Cáceres. Los carros salen cada quince minutos, en una procesión interminable de sueños y necesidades. Se llenan y se van, se llenan y se van, como si la ciudad expulsara a sus hijos cada madrugada. Me inquieta esa prisa: apenas desembarcan los pasajeros, ya están partiendo de nuevo, sin revisar los motores ni limpiar los pasillos. Como si el tiempo fuera lo único que importara.
Javier prefiere tomar el carro en las afueras del terminal porque es más barato. La empresa juega a dos bandas: tiene su puesto oficial en el Terrapuerto, pero recoge pasajeros en cualquier esquina. Es un secreto a voces que todos aceptan: los policías, las autoridades, los pasajeros que suben y bajan como hormigas laboriosas. La necesidad ha creado sus propias reglas.
Durante el viaje, mi esposo intenta dormir para recuperar fuerzas. Es un sueño inquieto, interrumpido por los baches del camino y la incomodidad de los asientos gastados. Una vez me contó, casi con ilusión de niño, que le tocó viajar en un carro recién reformado. «Los asientos eran como nubes», me dijo. Pero a la semana siguiente ya estaban destrozados. «Nadie cuida lo ajeno», suspiró, «aunque nos veamos las caras todos los días».
Las películas en los televisores del bus son otra batalla contra el descanso. Han «modernizado» el servicio: del VHS pasaron al DVD pirata, y ahora hasta música en MP3 ponen. Para Javier es una tortura; para otros, entretenimiento. La tecnología avanza, pero los asientos siguen igual de incómodos.
El paisaje se ha vuelto invisible para él: ya no ve el túnel de Vítor ni el crecimiento de las irrigaciones a lo largo de la Panamericana. Lo que sí nota es cómo ha cambiado el perfil de los viajeros. En su bus viajan abogados, enfermeras, doctores, maestros, ingenieros, hasta dentistas y programadores. Todos siguiendo la promesa de prosperidad en las nuevas ciudades del valle.
Como administrador de una plantación de arroz en la zona de Sarcas, Javier cuida diez hectáreas. Ha aprendido a manejar la peonada y hasta le queda tiempo para hacer trabajos extras de contabilidad. Pero cuando llega la cosecha, todo se vuelve un infierno de números: cuentas, transporte, molino, sacos, Sunat. Son semanas en que apenas lo reconozco: malhumorado, ausente, a veces agresivo. Nuestras peores peleas han sido cuando no vuelve por días. La preocupación me corroe, aunque sé que es por trabajo.
De jóvenes creímos que su título de Contador Colegiado sería suficiente. El tiempo nos enseñó otra cosa: ahora tengo mi puesto de abarrotes en el mercado municipal del barrio. De ahí saco para el diario, los pasajes de los chicos, las pequeñas emergencias. Él trae yogur y fruta de allá, que son más baratos. Los buenos días se celebran con camarones el fin de semana.
Ayer me confesó algo que me hizo reír y preocuparme a la vez: su amor secreto por el chicharrón de a sol. «Es mi pequeño vicio», me dijo con una sonrisa tímida. También me contó de las cervezas ocasionales con los compañeros, de cómo duerme en el viaje de regreso para que no lo note. Dice que es por compromiso, para no desairar. Yo lo dejo creer que no me doy cuenta cuando llega con olor a trago, aunque ya sé que tendré que estar más atenta.
Los chicos apenas lo ven. Soy yo quien los ayuda con las tareas, quien pone los castigos que él deshace en sus fines de semana libres. Mi familia insiste en que tiene otra mujer en Aplao, que por eso pasa tanto tiempo allá. Me río para no llorar. A veces la duda me muerde, pero cuando lo veo tan cansado, tan ocupado en sus cuentas y preocupaciones, me pregunto con qué tiempo o energía podría engañarme. La gente habla por hablar.
Javier ha desarrollado toda una ciencia para ahorrar en los pasajes: se hace el dormido para pagar menos, dice que va a Corire cuando va más lejos, guarda medio talonario para la próxima vez. Cincuenta céntimos aquí, un sol allá. Al final del mes, esos pequeños ahorros se convierten en láminas escolares o en una salida familiar a comer.
Esta es su vida, nuestra vida. Como tantos otros, sale en la madrugada y vuelve en la noche a esta ciudad que nos trata como inquilinos temporales. Mantengo la esperanza de que algún día encuentre trabajo aquí, de que pueda ver crecer a sus hijos y envejecer conmigo. Mientras tanto, he decidido aprender a hacer chicharrón. Quizás, si logro igualar ese sabor que tanto le gusta, pueda competir con la carretera que me lo roba cada día. Quizás así encuentre una razón más para quedarse.
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