La combi estaba abandonada en un confín de la ciudad, en el margen de una torrentera y tenía los avisos de su ruta aún pegados en el parabrisas. El fotógrafo movió el vidrio de una de las ventanas para fotografiar al hombre que yacía sobre la caja del motor. No vi la herida por lo que propuse que quizás estaba desmayado, pero mi tesis fue confrontada por el charco de sangre que aún crecía en el piso. La sangre bajaba por los escalones, se escurría por la puerta y caía en hilo a la tierra.
–¡Qué suerte, huevón!, somos los primeros, la policía todavía no llega –Randy disparaba sin un gramo de conmiseración hacia el infeliz que nos miraba con un gesto aterrador –¡Gerardo, anota todo!, saca los datos que puedas, pídele el parte al policía porque tu profe te va a cagar si no le llevas buen material, esta es una abridora.
Randy sabía lo que decía: tenía una central frente a mí, la mejor portada del diario en semanas y, de remate, mi primera comisión como periodista de policiales.
Yo estuve tranquilo y cómodo en mi primer turno de noche y tuve mucha suerte hasta el jueves: solo un choque de autos. Me dictaron los datos por llamada telefónica e hice una chiquita para rellenar la edición del domingo. El viernes miraba el partido de fútbol y me mensajeaba con una amiga por el celular cuando oí los timbrazos en el despacho del jefe que había sido mi profesor de redacción en la universidad. Fue un intercambio rápido de palabras y colgó el teléfono entusiasmado.
–¡Alístate, Gerardo!, hay un policial, parece fuerte, te reservo media hoja.
El automóvil de la empresa me recogió y aceleró con el derecho que le otorgaba la palabra «Prensa» pintada en ambas portezuelas; durante el trayecto, en mi auténtica primera comisión de la sección roja, pensaba en cómo empezaría mi nota, quería sobresalir en mi primera chamba, hacer una carrera en mi profesión. “¡Tu bautizo, verás sangre, cerebros, mierda!, nada de mariconadas, no te desmayes, no vomites, ¡te aguantas!», me sonsacaron el chófer y Randy para los que era otra comisión más que cumplir.
Yo crecí viendo las películas de crímenes, por lo que pensaba que el escenario de un asesinato es intocable para que los expertos rastreen las evidencias; mas Randy, que no las había visto, metió medio cuerpo al vehículo, se apoyó en los asientos de los pasajeros y llenaba la memoria de la cámara con los grotescos primeros planos de la muerte.
–Esto no sale, son para mi colección –fue la disculpa de Randy con el finado.
A las diez, lo anoté, llegaron los policías y el fiscal, en seguida aparecieron los vecinos alarmados por las circulinas que pintaron de rojo y azul los cerros en los que vivían. Esperé a que terminen de revisar y registrar lo que su procedimiento les ordenaba, cuando finalmente acabaron vi la oportunidad. Me acerqué al grupo de uniformados que me observaron con menosprecio y me mandaron al carajo con sutileza.
–¡Espera!, aún estamos trabajando, amiguito –y siguió hablando del partido de fútbol con sus colegas. Ya habían terminado las pesquisas y los documentos, era notorio.
Randy me miró disconforme y lo entendí, me acerqué nuevamente, esta vez con la libreta y la grabadora en alto, decidido a dar pelea por la información, lo encaré con la misma solicitud. Aceptó de mala gana, convencido por la grabadora que podría registrar su inquina contra el cuarto poder; le solté mis preguntas, él se limitó a leer lo que había escrito en su informe, copié con diligencia y temor de no poder entender lo que apuntaba. «¡Por qué no encendí la grabadora!», me reproché, aun así, no presioné el botón para no romper la ilusión del policía y revelar mi torpeza de primerizo.
–¡Puta madre! –gritó mi informante.
¿Qué sucedió?, volteé y entendí su reacción, la sórdida escena que nos convocó iba a ser el fondo de una tragedia familiar.
Una mujer, un alarido andante, se abrió paso entre los curiosos que cercaban el automóvil, con la fuerza de su desesperación hizo a un lado al policía que custodiaba la entrada del minibús; de un manotazo plegó la puerta, entró y lanzó un nombre en un grito espantoso al reconocer al muerto. Sin darle importancia a las advertencias de la ley y los ruegos por calma de los pobladores se echó sobre el cuerpo para amortajarlo con sus cabellos revueltos y su desesperación de viuda.
No quiso escuchar y si lo hizo no quiso entender las explicaciones que le dieron. La forzaron a abrir su abrazo y en el forcejeo cayó al piso resbaladizo; dos hombres fornidos la bajaron de la combi y la dejaron junto al neumático embadurnada de sangre y tierra, ella seguía clamando: «¡Se llama Vicente, es mi esposo, Vicente, él maneja este carro…!». Su rostro desfigurado por el dolor fue golpeado sin piedad por los fogonazos del flash de Randy que no perdió la oportunidad de retratar a la mujer e hizo un gesto para que le hable.
Temblaba y jadeaba la pobre que tuve miedo de decir algo inapropiado que la perturbe más y su maltrecho corazón se parta de dos en cuatro, pero le hablé.
«¡Qué voy a decirles a mis hijos!, ¡su papito…!». Su nombre era Eulalia, tenía dos hijos pequeños que estaban estudiando aún en el colegio. “Adoran a su papá porque es muy cariñoso y bromista”. Esta vez encendí la grabadora para darle la atención de mis ojos, aunque seguía anotando lo relevante. Lo recordaba cuando fue sacudida por la ominosa verdad del hombre que hace quince horas la despertó en la cama para irse a trabajar y ahora, cerca a ella, en ese «maldito carro», no le podía hablar porque le habían cortado el cuello para robarle los cien soles que ganó durante el día. Echó un grito a la noche que tuvo eco en las zanjas de la torrentera.
“¡Toda una vida juntos!, ¡desde el colegio!, él es el amor de mi vida, qué voy a hacer sin él, ¡lo he perdido todo…!”, contó que Vicente trabajaba sin descanso para comprar lo que su familia necesitaba, no tomaba, le gustaba el fútbol, era un buen hombre. “¡Que voy a hacer sin él!”, me conmovió su dolor sin tregua que la voz se me cortó y en aquella encrucijada supe cómo empezaría mi nota.
–Piensa en tus hijos, sé fuerte por ellos –me atreví a hablar y no me arrepentí, Eulalia miró con estupor al desconocido que la reconfortaba y apuntaba en su libreta. Me había entrometido en su desdicha y Eulalia se dio cuenta que no lo hacía solo por compasión. Randy que me observaba entendió que no sabía qué más hacer; me rescató, me arrastró del brazo hacia el gentío donde me preguntó si tenía lo que necesitaba, asentí confundido. Salimos del barullo y subimos al automóvil que nos esperaba en la pista, volvimos al diario.
Recuperé el aliento, desplegué mis anotaciones para revisarlas y comencé a escribir en la computadora. El ángulo de mi noticia sería el dolor de Eulalia por el asesinato a sangre fría de su esposo ejemplar, su tragedia iba a ser el alma de mi texto, el título que ensayé era una promesa de emociones: «Mataron al amor de mi vida por cien soles». El jefe me llamó para indicarme que mi noticia sería una abridora, ocuparía las páginas centrales, por lo tanto, me pidió el texto lo antes posible para revisarlo y corregirlo si lo ameritaba.
–¡Gerardo, pirámide invertida!, ¡demuestra lo que vales!, ¡rápido, carajo!
Acabé luego de rehacer el último párrafo, también puse otra cita al inicio para darle notas de mayor intensidad al asunto y más melodrama entre los datos que había recabado. En menos de una hora el jefe miraba mi escrito en la pantalla de su monitor, leyó sobándose la barbilla, corrigió los errores de ortografía y lo mandó a diagramación con un clic.
–¡Está cachete! –yo gocé en secreto porque sabía que esa frase era el mejor elogio que le hacía a las notas que lo impresionaban.
Al rato acabó mi turno y me fui a casa con la satisfacción de haber hecho un excelente trabajo; en la intimidad de mis pensamientos estaba orgulloso de haber superado esa prueba que por fin me acreditaba, qué poco significaba el diploma de la sala, que ya era un periodista a carta cabal: “Sé sacar información como los grandes y redactar como esa tropa que aporrea los teclados de cuatro a ocho en la sala de redacción a la que no pertenezco, pero pronto estaré allí…». Y sostenido por las nubes del triunfo imaginaba un promisorio futuro de ascensos y premios que le cerrarían la boca a quienes con desdén habían dicho que yo no tengo lo que se necesita para este oficio. En ese horizonte de elogios se asomó el rostro sucio de sangre y tierra de Eulalia; la borré con los bordes del sueño en el que veía mi nombre en la página principal.
Desperté con los demonios de la impaciencia picándome el cuerpo, mal vestido fui conprisa al puesto de periódicos del mercado, sentí que iba a una ceremonia a recibir una condecoración. Frente a un ejemplar del diario me fulminó la realidad: sobre la foto difuminada de Vicente se enseñoreaba un titular que no era el mío. Casi me voy sin pagar, hojeé con avidez hasta dar con la central y lo primero que leí cayó como agua helada sobre mi espalda: el nombre de Doris, la encargada oficial de policiales, figuraba como la redactora principal y debajo del suyo, mi nombre en la sombra del asistente redactor. Apunté al primer párrafo, el encabezamiento era otra cosa, yo no había escrito eso, no pude continuar la lectura porque de un jalón me interrumpió una música, abrí el celular para contestar. ¡Qué coincidencia!, era Doris.
–Gerardo, me gustó tu reportaje –fue cortés, no esperó a que le dé las gracias, tampoco a que le diga que lo que escribí no era un reportaje –oye, tuve que hacer cambios monumentales en tu texto…
–¿Cambios?, no son cambios, es una nota nueva, ¿qué pasó? –estaba confundido y enojado, tuve la duda de si seguía dormido y soñaba.
Doris, con la calma ganada por sus años de experiencia, me explicó que ocurrió lo que suele ocurrir en el universo de desconciertos que es la prensa de policiales. Eulalia, en la comisaría, cayó en una contradicción, luego en otra y confirmó la hipótesis que todos menos yo propusieron desde el minuto cero. Eulalia al sentirse acorralada por sus palabras se defendió: sus gritos de dolor se volvieron reclamos y las lágrimas de desolación, excusas; el buen marido desapareció para ser suplantando por un conviviente maltratador que merecía la muerte y más. El colofón de esta historia de giros inesperados fue la aparición del criminal que había segado el cuello de Vicente: Braulio. Braulio, el mejor amigo y cobrador, arrepentido entregó el cuchillo sangrante y al borde de un ataque al corazón tartamudeó su delación: «Yo lo maté, esa puta me obligó». Fue Eulalia la que ordenó y planeó la muerte de Vicente porque sólo así, se lo explicó a su joven amante, serían felices y tendrían la combi para ellos.
Mientras yo dormía, los contactos de Doris le soplaron el desenlace que comunicarían oficialmente temprano en la mañana en conferencia de prensa que tiraría abajo mi titular y la fama del diario. Doris le avisó al jefe que, sin pensarlo mucho, le ordenó que reescriba mi historia; lo hizo pasada la medianoche con las rotativas en vilo. La primicia merecía la espera y desesperación de las máquinas y de los operarios.
Cuando terminé de leer las hojas del periódico; la gloria, las felicitaciones y las ilusiones se habían ido volando al cielo primaveral de aquel sábado inolvidable y en la cara solo me quedaba la quemante vergüenza por mi ingenuidad y una mueca de resignación en la boca: «¡Eulalia de mierda!».
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