Escribe Jorge Condorcallo

Contra la reja del colegio religioso de paredes estrictas y vitrales mojigatos rezan con admirable fervor los padres y las madres para que brillen las inteligencias de sus hijas en el examen de ingreso, en tanto las cándidas postulantes responden dentro de las vetustas aulas las preguntas de conocimientos para alcanzar una de las pocas matrículas. Pero no es suficiente con saber álgebra o la oración compuesta subordinada; Dios, el arzobispado y las monjas les exigen otros requisitos de índole moral, social, aun económica a las pretendientes para que ellas califiquen y sean dignas de un pupitre. Son menos exigentes los ángeles armados que custodian las altas puertas del paraíso.

Antes del almuerzo salen las niñas en bandada. Algunas radiantes; otras, derrotadas.

Triunfal, como el mismísimo Cristo resucitado, se abre paso una pequeña de trenza larga y casta. La inocente en su alegría sin confín trae las buenas nuevas de su prueba.

—¿Qué tal el examen, palomita? —pregunta el padre.

—¡Recontra fácil! —responde más que satisfecha.

—¿Y matemática? —cuestiona la madre.

—Resolví todos los ejercicios —asegura la niña.

—¿Comunicación? —, insiste el padre casi contrito.

—¡Pan comido! —, y exige el helado que le prometieron en premio.

—¿Cultura general? —inquiere la madre con miedo.

—Un chiste, todo, todito lo respondí bien —, y exhala un hálito de virgen inmaculada.

Ambos padres se miran orgullosos, extasiados y forman un bonito retablo con la figura estoica de la buena y chancona hija entre sus abrazos y puede oírse, como un milagro de ese feriado largo, el Ave María de Schubert que revolotea glorioso entre las vendedoras de sándwich de pollo de cinco soles y las manzanas acarameladas de dos lucas. Santificados ambos por la ilustre primogénita, olvidan los gritos conyugales del desayuno, de la semana, incluso del mes y del divorcio en ciernes porque el marido es un pícaro y no le importa, porque la esposa es una arpía y lo disfruta.

—Las monjitas nos han dicho que mañana es la entrevista a los padres, que ya todo depende de ustedes, el colegio es muy bonito —anuncia la palomita con voz de sentencia. 

Los dos adultos, el adúltero y la casi adúltera, vuelven a ser niños, se miran perdidos, se cogen de las manos sin amor, como si quisieran ahorcar sus pecados y han de sentir lo mismo que sentían los señalados para probar sus inocencias, hace más de quinientos años, ante el necio y sanguinario tribunal de la Santa Inquisición.

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