A 54 años de la apertura del Monasterio de Santa Catalina, Arequipa rinde homenaje a Eduardo Bedoya Forga, quien con tenacidad logró hacer realidad un proyecto soñado. Hoy, este monumento es uno de los mayores patrimonios culturales del país, y su historia de restauración es un hito en el turismo y la preservación del patrimonio en Perú.

El Monasterio de Santa Catalina, fundado en 1579, era un mundo clausurado hasta que el ingeniero Eduardo Bedoya Forga lo imaginó abierto al público. En 1970, Bedoya, junto a un grupo de empresarios, cumplió su visión de mostrar este tesoro colonial al mundo. Tras años de trabajo, hoy se reconoce el esfuerzo de Bedoya, cuyo legado se mantiene vivo en cada rincón de este histórico recinto.

Los terremotos de 1958 y 1960 golpearon Arequipa y dañaron también el monasterio. La Junta de Rehabilitación de Arequipa, creada para reconstruir la ciudad, no incluyó a Santa Catalina en su lista de prioridades. Fue entonces cuando Bedoya decidió asumir el reto: restaurar y dar acceso al público a este invaluable monumento.

Muestras de las restauraciones que se realizaron al interior y exteriores del monasterio para su puesta en valor.
Muestras de las restauraciones que se realizaron al interior y exteriores del monasterio para su puesta en valor.

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Restaurar, respetar y preservar

Eduardo Bedoya, ingeniero civil, obtuvo un permiso especial para ingresar al monasterio. Lo que encontró en su primera visita fue una “joya colonial” en riesgo. Convencido de su valor histórico, propuso un proyecto de restauración ambicioso, que requería el apoyo de la Iglesia y de la comunidad.

El camino no fue fácil. Bedoya tuvo que presentar su proyecto varias veces para conseguir financiamiento. Gracias a la colaboración de arquitectos, historiadores y arequipeños amantes de su patrimonio, el plan tomó forma y logró el respaldo necesario. Fue así como Santa Catalina se convirtió en el primer monumento restaurado íntegramente sin fondos estatales.

La restauración inició en 1969, liderada por Inara, empresa del propio Bedoya. Se diseñó un meticuloso plan que siguió las pautas de la Carta de Venecia, asegurando que se respetara cada aspecto arquitectónico y estético del monasterio. Bajo la dirección del maestro de obra Mario Flores, 200 trabajadores reconstruyeron las áreas dañadas, mientras que la restauración de pinturas y murales estuvo a cargo de Isabel Olivares.

Bedoya Forga junto a las monjas del Monasterio de Santa Catalina y el equipo que ayudó en la puesta en valor.
Bedoya Forga junto a las monjas del Monasterio de Santa Catalina y el equipo que ayudó en la puesta en valor.

Un tesoro abierto al mundo

El 16 de agosto de 1970, el monasterio abrió sus puertas y Arequipa ganó un patrimonio accesible para todos. Sus 20,000 metros cuadrados, con celdas, claustros y callecitas que simulan una ciudad amurallada, no tienen igual en el mundo. Desde entonces, el Monasterio de Santa Catalina ha atraído a miles de visitantes, convirtiéndose en el principal destino turístico de la ciudad.

La visión de Eduardo Bedoya trascendió el turismo. Este esfuerzo inspiró la postulación de Arequipa como Patrimonio Cultural de la Humanidad, título otorgado por la Unesco en el año 2000. Además, la fundación World Monument Fund incluyó al monasterio en su lista de los 100 sitios históricos en riesgo.

Hoy, Santa Catalina no solo es un museo, sino un espacio vivo. En sus salas y patios se realizan exposiciones, conciertos y recitales, acercando la cultura a la comunidad arequipeña. Este espacio de fe, que alguna vez fue inaccesible, es ahora parte esencial del legado de Arequipa.

Merecido reconocimiento al visionario Eduardo Bedoya Forga por su aporte a la cultura arequipeña.
Merecido reconocimiento al visionario Eduardo Bedoya Forga por su aporte a la cultura arequipeña.

Eduardo Bedoya, el homenajeado

A sus 54 años al frente de Promociones Turísticas del Sur, Bedoya recibió un reconocimiento merecido. Con este homenaje, Arequipa celebra su tenacidad y visión de futuro, honrando a quien vio en Santa Catalina un símbolo para la historia y la identidad de su ciudad.

Hoy, quienes recorren sus calles, observan sus muros de sillar y admiran sus lienzos coloniales, también se encuentran con el legado de un hombre que creyó en la grandeza de su tierra. Bedoya no solo abrió las puertas de un monasterio, sino de una ciudad entera al mundo.

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