Por José Luis Ramos Salinas / Analista político
Hubo un tiempo en que Dina Boluarte tenía declaraciones mucho más radicales respecto a la derecha y a los ricos que Castillo, que con frecuencia se mostraba timorato y conciliador. La entonces candidata a vicepresidenta, por el contrario, no tenía miramientos para recurrir al adjetivo descalificador y prometer al pueblo que había llegado la hora de la revancha histórica. Por su puesto, la derecha bruta y achorada, la tenía como lugarteniente de quien suponían comunista (el miedo causa ceguera) y por tanto era tan o más terruca que el profesor rondero.
Ya en la vicepresidencia y al mando del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social, no bajó el nivel de sus ataques contra el fujimorismo y sus aliados, y a gritos pedía Asamblea Constituyente y una nueva Constitución que reemplace a la que Montesinos y Fujimori hicieron para beneficiar a los ricachones y a las empresas extranjeras. Era entonces una terruca a la que había que inhabilitar para sacarla del gabinete y de la vicepresidencia.
Fue entonces, cuando Boluarte decidió traicionar a sus votantes y aliarse a quienes hasta entonces eran el blanco de sus ataques para convertirlos en el centro de sus alabanzas y sobonerías. Y no dudó, ni un minuto, en llamar terroristas a quienes enarbolaban las banderas que ella defendía solo unas semanas antes. Vino entonces la brutal represión policial y militar y el saldo de asesinatos que duplica a los cometidos por Maduro en su represión contra quienes salieron a protestar contra lo decidido por el órgano electoral venezolano.
Después vendría una campaña mediática llena de titulares de asesinatos, asaltos, secuestros y otros crímenes. Luego, las extorsiones a las empresas de transporte urbano de Lima y los asesinatos en represalia por el no pago de los cupos que exigían los delincuentes. El gobierno no tenía tiempo para afrontar este problema porque el ministro del Interior tenía que salvarse a sí mismo y su empleadora llenarlo de abrazos y besos para que no queden dudas que le pueden descubrir lo que sea, ella igual lo mantendrá en el cargo porque le ha pedido que la libre, a cualquier costo, de las investigaciones que hay en su contra. De allí los ataques a la Diviac y al Ministerio Público, etc.
La huelga de los transportistas coloca a los congresistas contra las cuerdas, pero estos no se cansan de caer cada vez más abajo y se niegan a derogar las leyes que dieron para beneficiar a las organizaciones criminales. Su excusa es el proyecto de ley que crea el delito de “terrorismo urbano”, un disparate legal sin posibilidades de frenar la ola de extorsiones. Pero entonces aparece un iracundo Adrianzén para presentar un proyecto de parte del Ejecutivo, que con la excusa de acabar con las extorsiones, busca darles impunidad a los policías y militares e incluir como terrorismo urbano a las protestas sociales que saben que se vendrán con fuerza en el futuro cercano. Paralelamente, la presidenta del gato ron ron, dice que no hablará con la prensa porque ella habla con el pueblo “con obras”, ubicándose una vez más en una postura absolutamente antidemocrática.
Entonces, Boluarte asume con más claridad un papel dictatorial y su premier con rostro de sinchi quiere convertir a todos los que se atrevan a protestar contra esta dictadura en “terroristas urbanos”. Y eso genera incertidumbre y miedo en la ciudadanía; lo que sumado a la declatoria de emergencia en los distritos pobres que implica la suspensión de derechos, genera una sensación de zozobra que nos hace suponer que en cualquier momento puede darse una cacería de brujas con la excusa de los ponchos rojos, la minería ilegal, un plan secreto de golpe de Estado o hasta una infiltración de Hamas. Y eso tiene un nombre: terrorismo, no urbano, sino gubernamental.
Quién iba a pensar que la derecha fascista peruana iba a terminar teniendo razón, cuando llamó terruca a la que ahora es la que les hace los mandados.