Por: Sarko Medina Hinojosa
Como dos barcos a la deriva en un mar de indecisiones, sus vidas navegaban paralelas, nunca tocándose, siempre a la vista. Aun cuando nada lo impedía, no estaban juntos. Se amaban, sí, con un amor que persistiría hasta que el último grano de arena cayera en el reloj de sus vidas.
Para ella, estar con él al inicio de la universidad era como encadenarse a una ancla cuando apenas aprendía a flotar. Le aterraba la idea de un futuro tan definido cuando su presente era un lienzo en blanco.
Él aprendió a observarla desde lejos, como un satélite en órbita perpetua, estando ahí cuando lo necesitaba, sin revelar demasiado su interés. Firme en su propósito, como una gota de ácido que lentamente corroe el metal más duro.
Cuando ella por fin se sintió lista para zarpar juntos, él ya ancló en otro puerto. Aunque aún la amaba, era de aquellos que no cortaban las amarras fácil. Al menos no de inmediato.
Con los años, sus relaciones fueron como castillos de arena en la orilla, efímeras construcciones ante la marea del tiempo. Amores de fuego que se extinguían con la misma rapidez con que ardían, o de hielo que se derretían sin dejar rastro de los Titanics hundidos. Relaciones que los acomodaban en la rutina, como engranajes gastados en una maquinaria oxidada.
Se cruzaron alguna vez, como asteroides que pasan cerca pero nunca colisionan contra la Tierra. Sus miradas, cargadas de preguntas no formuladas, eran dardos que se clavaban en sus almas. Intercambiaban contactos por cortesía, semillas que caían en terreno yermo.
Ella se casó presionada por el reloj biológico, atrapada en una jaula dorada que pronto se convirtió en una prisión de responsabilidades. Él, en un acto de cobardía, abandonó su compromiso, manchando su nombre como una gota de tinta en una camisa blanca.
Encontraron estabilidad en sus carreras, torres de cristal que reflejaban éxito pero ocultaban la soledad que carcomía sus cimientos. En secreto, seguían los pasos del otro a distancia, como cazadores furtivos de una presa que nunca alcanzarían, estalkeándose como jovenzuelos sueltos en redes sociales.
Los hijos crecen, los ojos se marchitan, las manos se vuelven inseguras, las historias se reescriben a punta de hospitalizaciones y dolencias varias. El dinero ya no importa como antes y sí conservar extractos de vivencias que nunca se experimentaron. ¿Cómo sería el sabor de sus labios?, ¿Cuántas veces sonreiría viéndola despertar?, ¿Un roce de su mano lo salvaría?, ¿Estaría allí para ella pese a sus explosiones?…
Él murió una tarde de abril, su corazón cediendo como un dique ante la presión de años de amor contenido. Una leve sonrisa, último testamento de un sentimiento eterno, quedó grabada en sus labios, registro que su último pensamiento fue para ella.
Ella no se enteró de nada, minutos después de que él dejara de respirar, tuvo la certeza que estaba lista para ir a su encuentro de una vez por todas, aún a pesar de sus arrugas, ya inventaría formas de amarse a los ochenta años. Se paró con esa determinación, para caer fulminada por el amor que con ímpetu le sobrecargó su corazón.
Quizás, libres al fin de las cadenas terrenales, sus almas se encontraron en ese vasto océano del más allá. En un lugar donde el tiempo es un concepto extraño y solo importa lo que siempre sintieron el uno por el otro, respondiendo finalmente las preguntas que en vida quedaron grabadas en piedra, sin respuesta. Eso es lo que espero.