Por: Sarko Medina Hinojosa

La vieja iba todos los días al templo, al salir siempre acariciaba con sus manos huesudas una talla de un ángel de madera del púlpito bicentenario. Como seguridad del templo siempre me doy cuenta de esos detalles, a veces tan inútiles de recordar como verdaderamente claves para resolver algunos misterios.

Y es que la talla una vez desapareció. No sabíamos cómo ni el método usado para que pudieran despegarla y llevársela. Hasta que recordé, apresurado por el peligro de mi inminente despido, a la mujer que siempre la acariciaba.

Fácil llegar a ubicarla preguntando a las del grupo del Rosario, más fácil hallar su casa. Cuando llegamos y tocamos la puerta, ella misma abrió y nos hizo pasar.

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—Señora Consuelo, venimos…

—Sé que vienen por el angelito, pero lamento decirles que ya no lo tengo y será imposible recuperarlo. Lo que puedo contarles es que cada vez que iba al templo y al final lo acariciaba, lo que hacía en realidad era moverlo cada día un poco. Descubrí que tenía una fisura en la base que lo unía al púlpito hace años y desde allí lo fui forzando para que llegado el momento pudiera desprenderse. Aproveché el tumulto de Miércoles de Ceniza para darle el empujón final y llevármelo.

—Señora, debe decirnos donde está —dije con un poco de aprehensión, claro, mi trabajo dependía de ello y así se lo explicamos mi compañero y yo. Después de mucho pedir, amenazar y suplicar finalmente poniendo a nuestras familias como el motivo principal para no ser echados del trabajo, accedió a contarnos los motivos de su proceder.

—La talla está con una mujer que hace años perdió un bebé y nunca se recuperó, sé que no está bien, pero le prometí un angelito para que pudiera tenerlo siempre, en representación del que se fue.

—Oiga pero… esa señora está… —empecé a preguntar adivinando en algo la tragedia que escondía el relato de la vieja. En este pueblo todo se llega a saber y más si de por medio hay un tema escabroso.

—Sí, es ella, la que mató a su marido —me respondió. Con mi compañero no dijimos nada más. La susodicha estaba en prisión hace varios años, justo por lanzar a su marido por la ventada porque, en un momento de borrachera y discusión con ella, lanzó a la criatura de ambos por esa misma ventana del tercer piso de la casa de alquiler en que vivían.

Salimos de allí algo mareados. La talla había viajado cientos de kilómetros hasta la cárcel de la provincia, pensar en llegar hasta allá para recuperarla nos pareció imposible. Contamos lo referido al párroco y este, pasada la molestia inicial, se resignó a que la talla estuviera perdida, llamó a la vieja para conversar y el tema quedó allí. 

Aún me cuestiona las palabras finales de la vieja al despedirnos: “Nadie sabe cómo el corazón de las personas se cura, ella necesita eso más que nadie”. Por mi parte ni pregunto más por la talla. Sin embargo, observo con detenimiento a la vieja, no vaya a ser que quiera llevarse la imagen de San Judas Tadeo que tenemos cerca a la puerta.

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