SANO JUICIO: El espejo roto de la maldad

Escribe: Federico Rosado

La maldad… escurridiza y perturbadora, humana e inhumana, destructora de ánimos, mitómana en su esencia normal, aliada de la injusticia, victimaria del sufrimiento. Ella se da existencia, se ha procreado, amaestrado y entrenado.

Se es mala sin necesidad de la nocturnidad, casi siempre bajo el arropamiento del poder o usándolo como escudo para gozar de impunidad, en realidad la mala pierde la sensibilidad de serlo, asume su actuar como la perplejidad de la delincuencia común, aunque no figure como delito.

El malo puede ser por encargo, hay otro al que sirve con complacimiento tras la búsqueda de un galardón; su perfomance entonces tiene precio y no guarda diferencia con la merceniariez, porque la malicia paga como las monedas para Judas.

Su perfil está lleno de hipocresía y cinismo sin que tenga que convertirse en un personaje, se expone con la serenidad del impostor, viste de catadura que no admite disfraces, acumulando prontuarios y cicatrices.

Los malos son traidores sin enigmas, su fama corre por todos lados, como lobos que sellan su cancha con la fetidez haciendo muecas aromáticas. Ellos trajinan como si fueran admirados o acaso parodiados porque se han creado un mundo, su mundo, de pellejerías.

Qué hace que la gente sea mala. La necesidad, mediocridad, estupidez. La satisfacción, deleite, regocijo. En algún momento apareció como un designio para justificar carencias, por eso la maldad es una adicción sinfín, un estilacho pérfido que se acompaña solo.

¿Tiene cura? No. ¿Requiere tratamiento? Por gusto. Uno es malo para toda la vida, para todas las personas, nunca se descansa, resulta ser un ejercicio cotidiano. Está en búsqueda incesante. Maltrata sin discriminación, a fuego cruzado, despierto o dormido.

La maldad está contenida y cuando emana estalla en palabras y miradas, gestos y salivazos, hedores y secreciones. Se alimenta de lágrimas, padeceres, tristezas; se nutre de dolores, humillaciones, venganzas. Mora en éxtasis persiguiendo cadáveres vivientes que despacha envueltos en su estulticia.

Se la enfrenta con tranquilidad, sin transpirar, respirando al ritmo de la honestidad, para desesperarla, inquietarla, esperando que baje la cabeza, que quede atrapada inerte, sin posibilidad de esconderse, descubriéndose derrotada, ahogada en sus miasmas, envenenada en sí misma, herida peligrosamente para atacar con vindictas, estará derrotada pero urgida, “haciéndose la rata”.

Una constatación inevitable: los malos mueren, la maldad no.