Escribe Victor Miranda Ormachea
En el discurso popular latinoamericano es habitual escuchar que el rock no triunfó en el Perú porque fue elitista, porque los regímenes gubernamentales lo persiguieron o porque la cumbia se impuso con más fuerza. Pero esas explicaciones sólo tocan la superficie. Hay algo más profundo: una arquitectura cognitiva que hace que muchas personas no “resuenen” con el rock, y ese déficit no es solo cultural, sino biológico.
Si pensamos en las canciones rock clásicas —guitarras distorsionadas, solos extensos, progresiones armónicas complejas— muchas de esas estructuras no están hechas para el oyente medio. El cerebro humano tiende a preferir patrones menos exigentes: melodías simples, progresiones previsibles, armonías complacientes. En Latinoamérica, donde la música de consumo masivo históricamente ha privilegiado ritmos bailables y estribillos sencillos, ese tipo de rock con ambiciones armónicas fuertes no encuentra eco. No era necesaria una conspiración política para que el rock no despegue: simplemente, no coincidía con la “configuración de recompensa” auditiva de las grandes mayorías.
La neurociencia respalda esta hipótesis. Un estudio en Frontiers in Human Neuroscience analizó más de 500 canciones populares del Billboard y observó que aquellas con “sorpresa armónica” moderada —es decir, cambios de acordes inesperados seguidos de armonías previsibles— tienden a tener más éxito. Cuando una canción juega con la expectativa pero retorna a un territorio familiar, activa centros de placer en el cerebro. Eso no es un accidente: es un mecanismo evolutivo de predicción y liberación emocional.
Es decir, la música más vendida no suele correr riesgos armónicos profundos. Estudios longitudinales han registrado una caída en el uso de acordes séptimos dominantes en el pop, y un aumento de acordes más simples o menores-séptima, menos disonantes. Esa simplificación no es trivial: representa una adaptación cultural de la música popular al oyente promedio, al cerebro que no quiere calcular, sino sentir con la menor fricción posible.
En Perú y otros países latinoamericanos, ese mecanismo adquiere una dimensión sociocultural. El rock fue trayendo desde sus orígenes un lenguaje extranjero, una herencia de tradiciones anglosajonas que demandaban cierto bagaje para ser apreciadas. Para un público sin educación musical formal, sin exposición previa a ciertos patrones, ese lenguaje sonoro resulta más extenuante que complaciente. La cumbia, el bolero, el tropical, y más tarde el reggaetón o la música urbana, ofrecen ciclos melódicos fáciles, progresiones repetitivas y una recompensa auditiva inmediata: no requieren decodificación, solo disfrute.

No se trata de que el público latinoamericano “no tenga cultura”: se trata de que su cerebro está construido para otra lógica musical. No es una inferioridad cultural, sino una divergencia cognitiva. El deseo de bailar, de distraerse, de sentir sin pensar es tan humano como universal. Y el rock, con su arquitectura armónica más compleja, no siempre responde a esa demanda de ligereza.
Hay además evidencia macro que sugiere que la música popular en general está simplificándose. Un estudio reciente mostró que las melodías de los grandes éxitos modernos son menos complejas que aquellas de décadas anteriores. Esa reducción en la complejidad melódica no es solo estilística: responde a la economía de la atención masiva. Si de pretende que una canción quede en la memoria colectiva, no se puede exigir demasiada novedad; debe ofrecerce algo que el cerebro pueda procesar sin agotarse.
Desde esa perspectiva, la cumbia (en todas sus variantes), el folclore (como manifiesto de pertenencia y arraigo) y la música urbana no le “ganaron al rock”: simplemente se alinearon mejor con lo que el oyente mediático estaba dispuesto a recompensar neurológicamente. No es una victoria cultural, sino una convergencia evolutiva entre producción musical y configuración cerebral.
Claro que existen nichos rockeros reales, con músicos que se complican la vida armónica, con progresiones sofisticadas y estructuras ambiciosas. Hay una industria —mucho más limitada— que sigue produciendo para un público reducido pero fiel. Pero esos no son los que dictan la hegemonía cultural. El rock que quiso ser universal fracasó porque su arquitectura emocional y cognitiva no coincide con la mayoría de las mentes latinas —y no solo latinoamericanas, sino con un humano promedio diseñado para consumir sin esfuerzo.
Esta hipótesis no es una condena moral: no implica que la mayoría de las personas no puedan disfrutar el rock profundo o la música compleja. Más bien señala que la música masiva, por su propia naturaleza, tiende a domesticar la armonía para capturar el oído más perezoso. Y eso no es un defecto del oyente, sino una condición de la economía de la atención.
Si alguna vez el rock latino quiere volver a tener una resonancia masiva, no bastará con una gira o con himnos nostálgicos: necesitará replantear su propio lenguaje, su propia gramática sonora, para coincidir con la predisposición biológica de un público que ya no está fabricado para la disonancia. Porque en el fondo, el rock no perdió solo por falta de altavoces: perdió porque su armonía no era tan apetecible para un cerebro que exige recompensas sin fricción.




