Por Victor Miranda Ormachea
La industria musical contemporánea acaba de alumbrar un nuevo y resonante fenómeno: el álbum conceptual de reivindicación latina. No hablo, claro está, de la centenaria tradición de la música enraizada en la identidad cultural —que de eso está plagada la historia sonora universal—, sino de su más reciente encarnación, esa que transita los vericuetos del mainstream global. Su precursor contemporáneo, con una estatura casi mítica, es sin duda «El Mal Querer» de Rosalía, aquella obra de 2018 no solo sincretizó la esencia del flamenco con el pulso crudo del sonido urbano, sino que, casi sin proponérselo, sentó un precedente que su entonces expareja, C. Tangana, seguiría con similar magnitud.
Ambos discos, «El Mal Querer» y «El Madrileño», fueron, hay que concederlo, ejercicios de una inteligencia notoria, de una inventiva audaz y, sí, de una trascendencia innegable. Con Rosalía, la osadía llegó a entrelazar el cante con alegorías alejadas del cliché. Jugando incluso con ideas extremistas como incorporar motocicletas como background sónico de una pieza, demostrando la versatilidad de su propuesta. C. Tangana, por su parte, apostó en «El Madrileño» por la descarnación emocional. Invitando a un elenco variopinto que iba desde José Feliciano hasta Niño de Elche, o Andrés Calamaro. Y consiguiendo una perspectiva más terrenal y cercana de lo que el flamenco y el cante jondo podían ser en el siglo XXI.

La audacia de escuchar coplas flamencas con el autotune a tope en ambos trabajos fue, además de ingeniosa, una declaración de principios sobre la maleabilidad del género. La música flamenca, al fin y al cabo, tiene un largo historial de fusiones insólitas —algunas afortunadas, otras no tanto— que han sostenido su identidad y vigencia. Desde la furia de Camarón de la Isla o Enrique Morente, hasta los lances de Azúcar Moreno o Chiquitete.
Está gesta, la de hacer un disco con un tono tan reivindicativo y auténtico, tuvo un efecto dominó insospechado. El primero en sumarse, en los albores de 2025, fue Bad Bunny. Y resulta fácil imaginar a algún ingenioso productor susurrándole a Benito la conveniencia de «retomar» las ideas gestadas por Rosalía y C. Tangana, aplicándolas a la vasta cultura centroamericana y, específicamente, a Puerto Rico. El resultado fue «Debí Tirar Más Fotos», una oda a las raíces del artista que, con acierto, incluyó hasta salsa dura. Un disco bien ejecutado, incluso mejor producido, que cumplió con las expectativas y del cual Bad Bunny salió victorioso.

Con todo, y esto hay que decirlo sin ambages, «Debí Tirar Más Fotos» se encuentra largamente distanciado de obras mayores como «El Mal Querer» o «El Madrileño». Ni hablar de álbumes superlativos como «Omega» de Enrique Morente con Lagartija Nick, que habitan otra órbita. No obstante, Bad Bunny obtuvo el beneplácito de la crítica, y con ello, una validación como artista «serio», no solo como mero producto de entretenimiento masivo. Se aseguró buenas reseñas de la crítica especializada y una excelente recepción del público. «Debí Tirar Más Fotos» es, pues, un disco apreciable, mas no tan trascendente y mucho menos rupturista. Un escalón firme, pero no un salto cuántico.
La verdadera desazón surge cuando este asunto, la reivindicación de raíces a través de un álbum conceptual, se torna en un fenómeno imitativo. Tras Bad Bunny, y en algunos casos incluso de forma concurrente, han aparecido secuelas bajo la misma excusa de afianzar la calidad artística y reivindicar orígenes o latinidad. Me refiero a discos como «Cosa Nuestra» de Rauw Alejandro (que, para ser precisos, es de 2024 y anterior a «Debí Tirar Más Fotos»- parece que Rauw también quiso copiar a la ex), «Mixteip» de J Balvin, «Tropicoqueta» de Karol G, y más recientemente, «El Sonido de la Calle» (2025) de Anitta.
Estos álbumes, hay que decirlo sin paliativos, son discos descafeinados, preconcebidos y mal representan la audacia de lo que en su día lograron Rosalía o C. Tangana. Presentan composiciones predecibles, apenas matizadas, ofreciendo una versión simplona de lo que fue el objetivo original, convirtiendo una buena idea en el más burdo de los clichés. Es la vieja historia de la industria musical: tomar una vanguardia y desangrarla hasta convertirla en fórmula vacía. Estos lanzamientos mandan señales falsas sobre las verdaderas intenciones de sus creadores; parecen más una jugada de marketing para lavar la cara de sus catálogos con una chispa de «autenticidad».

Por supuesto, «Ni «Cosa Nuestra» de Rauw Alejandro ni «Mixteip» de J Balvin han logrado siquiera una muesca significativa en el panorama crítico o en el pulso del público. Una ausencia de repercusión que, francamente, no asombra. Sin embargo, sí resulta desconcertante el caso de «Tropicoqueta» de Karol G, que inexplicablemente se ha granjeado recepción favorable a nivel de medios especializados. Aunque le está costando llegar a las masas. Y es que «Tropicoqueta» parece una desoladora colección de estereotipos prompteados a alguna inteligencia artificial sonora, cuyo resultado ha sido una serie de armazones que la producción ha redecorado con una alarmante falta de esmero. El resultado, es un artificio flagrante que es literalmente un «engañamuchachos» para los medios; en especial los críticos más jóvenes o, quizás, menos versados en las complejidades y matices de la cultura latina. Probablemente angloparlantes entusiasmados por la estela de Bad Bunny.
El caso de «El Sonido de la Calle» de Anita sigue una trayectoria inquietantemente paralela, intentando amalgamar ritmos brasileños con una producción pulcra, pero cayendo en picada hacia la superficialidad de lo «auténtico» prefabricado, como un simulacro hueco de identidad.
Por supuesto, todo lo dicho no pretende ser un manifiesto de odio o un rechazo al reggaetón o a la música urbana, sino que es, más bien, una punzante precisión sobre la alarmante facilidad con que somos víctimas del engaño más notorio. Una advertencia ominosa sobre la voracidad con que la industria capitaliza una idea genuina, la despoja brutalmente de su alma y la transforma en un producto de consumo rápido. Todo bajo la falaz fachada de una reivindicación que, de tanto repetirse, se vacía de cualquier significado.