Subversónico: La santificación del plástico, la canonización de lo mediocre y la crítica en tiempos del olvido

Por Víctor Miranda Ormachea 

La hagiografía funciona por acumulación: repetir hasta que lo obvio —o lo conveniente— parezca sagrado. En la música popular, ese rito de consagración tiene dos carburantes: la nostalgia (esa droga blanda que anestesia el juicio) y la industria de la memoria (películas, biopics, reediciones, playlists curatoriales, etc.). El resultado es una jerarquía cultural donde lo popular se vuelve automáticamente “valioso y grande”, y lo originalmente comercial se transmuta en clásico por la simple operación de sobrevivir al paso del tiempo. En otras palabras: la historia no premia al arte, sino a su persistencia mediática.

Michael Jackson es el ejemplo más claro de esta alquimia cultural. En los ochenta buena parte de la crítica lo veía más como un fenómeno de marketing que como un artista visionario. Rolling Stone llegó a calificar Thriller (1982) como “una producción impecable que deja poco espacio a la emoción humana”. Mientras The Village Voice, en su célebre encuesta de críticos Pazz & Jop, colocaba el disco muy por debajo de lo que las ventas sugerían. Robert Christgau, su crítico más sistemático, resumió su juicio de la siguiente manera: “El talento es indudable, pero todo suena demasiado perfecto, demasiado limpio, como si alguien hubiera lavado el alma con detergente”. En los ochenta, Jackson era la vanguardia del mainstream, no del arte: el Bad Bunny de su tiempo, una figura diseñada para ser consumida a escala planetaria. Su música, inofensiva hasta la puerilidad, no amenazaba a nadie, sólo seducía con el espectáculo, no con la incomodidad de la innovación.

Queen, por su parte, padeció una trayectoria casi idéntica pero inversa. A mediados de los setenta la banda fue recibida con tibieza y sarcasmo. New Musical Express los describió en 1974 como “pretenciosos hasta la caricatura”, Melody Maker los llamó “una parodia de la grandilocuencia rockera”, y Rolling Stone calificó «A Night at the Opera» como “rococó sin sustancia”. En los ochenta, el desprecio fue abierto: The Face y Sounds los catalogaban como “dinosaurios glam”, una curiosidad camp en plena era del post-punk. Solo gracias a los films «Wayne’s World» (1992) y décadas después «Bohemian Rhapsody» (2018) lograron resucitarlos, reescribiendo el relato y convirtiendo a Freddie Mercury —una figura tan teatral como desmesurada— en icono de genialidad, cuando en su tiempo muchos lo veían más cerca del histrionismo vacío que de la innovación. En cierto modo, Queen fue a los ochenta lo que Coldplay es hoy: grandilocuencia con presupuesto.

The Doors siguieron el mismo patrón de redención. En su momento, la prensa seria apenas los toleraba. Rolling Stone calificó «Waiting for the Sun» (1968) como “mediocre”, y Lester Bangs los llamó “una broma de autoindulgencia poética”. Morrison era más performer que poeta, más caricatura que chamán. Su misticismo embriagado rozaba la autoparodia, y su reputación de “filósofo del rock” fue una construcción póstuma cimentada por el cine. Oliver Stone los resucitó en 1991 con su película «The Doors», inventando para la generación X un mito trágico que nunca existió. De banda de bar con buen teclista pasaron a tótem espiritual. La historia los perdonó, aunque nunca corrigió el diagnóstico: fueron los Måneskin de los 60, con la diferencia de que creían ingenuamente en su propia impostura.

Guns N’ Roses, llamados los niños malos del Sunset Strip, también fueron aplaudidos con pinzas. Su debut «Appetite for Destruction» (1987) fue descrito por Spin como “un cóctel de testosterona, clichés y riffs reciclados”. NME fue aún más ácido: “Axl Rose parece creer que la misoginia y la agresión bastan para hacer arte”. Aun así, el mito del rockero peligroso —tan útil para MTV— los blindó ante la crítica futura. Hoy, la nostalgia ha convertido aquel exceso en heroísmo, del mismo modo en que las películas biográficas convierten la estupidez en martirio.

De hecho en los ochentas el fenómeno fue general: Phil Collins fue abucheado por la crítica más ortodoxa (la misma que llamó a «Sussudio» “un insulto al oído humano”, según Melody Maker), pero hoy goza de una rehabilitación absurda. Stevie Wonder, tras la etapa gloriosa de «Songs in the Key of Life», se hundió en los 80 en producciones tan sintéticas como «I Just Called to Say I Love You». Una canción que The Guardian y Pitchfork han incluido entre las más empalagosas de la historia. Lo mismo ocurrió con Yes, Starship o Chicago y con la mayoría de artistas jurásicos de décadas pasadas: bandas que, al entrar en la era del New Wave y la producción digital, se regalaron al disfraza  sin disimulo. “Ownerof a Lonely Heart” o “Nothing’s Gonna Stop Us Now” son monumentos a la decadencia de la ambición rockera, himnos para los supermercados del capitalismo tardío. En su tiempo fueron objeto de burla pero hoy sobreviven blanqueadas por el filtro dorado de la nostalgia.

El revisionismo afectivo también ha tocado al rock alternativo y al nu-metal. Linkin Park fue lapidado en su debut. Pitchfork calificó «Hybrid Theory» (2000) con 2.0/10 y lo llamó “la reducción corporativa del metal y el hip hop a su mínima expresión emocional”. AvrilLavigne fue descrita como “la cheerleader del pseudo-punk” (Spin, 2002); Evanescence, como “metal gótico de Disney” (NME, 2003). Blink-182, My Chemical Romance y sus clones latinoamericanos como Panda fueron sistemáticamente despreciados por la crítica seria. Y sin embargo, veinte años después, los foros de Reddit y TikTok los canonizan como “clásicos del rock”, mientras Rolling Stone los incorpora en listas nostálgicas de los “mejores discos de los 2000”. Lo que antes era desecho ahora es patrimonio emocional.

La respuesta a éste fenómeno es multifactorial, por supuesto; culturalmente, el capitalismo tardío recicla sus propios símbolos para sostener la ilusión de continuidad: la cultura de masas necesita mitos estables. Cuando el presente es demasiado líquido, se fetichiza el pasado. Simon Reynolds lo definió como la era de la Retromanía, un ecosistema donde la novedad consiste en restaurar lo viejo con filtro HD.

Socialmente, la nostalgia es un pegamento identitario, los millenials (y por arrastre los centennials) hijos de la inestabilidad y del desarraigo digital, encuentran en la música de su adolescencia un anclaje emocional. Convertir a Linkin Park en un nuevo Led Zeppelin es un acto de autodefensa generacional.

Antropológicamente, la música cumple una función ritual: cohesiona tribus, define pertenencias, delimita fronteras. Reescribir el canon es una forma de legitimar la propia memoria.

Y claro, la neurociencia explica las cosas de una forma somática, las canciones escuchadas entre los 13 y 25 años activan con más intensidad las áreas cerebrales asociadas al placer y la identidad. Escuchar “In the End” o “Bohemian Rhapsody” produce dopamina, pero también refuerza una sensación de coherencia temporal: el mundo todavía tiene sentido porque suena como antes.

Y así, la memoria colectiva fabrica su propio museo del simulacro. La crítica contemporánea —temerosa de parecer elitista o “boomer”— colabora en el blanqueamiento: revisa sus juicios con benevolencia, borra la incomodidad, canoniza la mediocridad. La música popular ha reemplazado la exigencia por la empatía: se valora lo “que marcó a una generación”, no lo que transformó un lenguaje.

No se trata de negar los méritos de Michael Jackson, Queen o Stevie Wonder, ni de negar que Phil Collins o Linkin Park produjeran canciones efectivas, bien ejecutadas, a veces incluso entrañables. El problema es el dogma: esa imposibilidad de distinguir entre éxito e innovación, entre emoción y manipulación. La historia de la música está plagada de estos equívocos: artistas de marketing convertidos en profetas, y verdaderos innovadores relegados al olvido.

Po ello, quizá el único gesto verdaderamente contemporáneo sea aprender a desmitificar. Escuchar sin nostalgia, sin piedad y sin indulgencia. Recordar que detrás de cada “clásico” puede haber, simplemente, una excelente campaña de relaciones públicas.