Por Jorge Condorcallo Ccama
–¡Hazlo, Aurelio!, ¿o eres maricón!
–Maricón, tu viejo, ¡lo hago!
–¿Qué esperas?, ¡ve, huevón!, ¿o se te hace?
–¡Cállate, mierda!
La casa del desafío es una casa grande dormida entre árboles altos, de ramas largas e intrincadas; los cuartos están colmados de telarañas de arriba a abajo.
A la casa ingresó Aurelio para demostrarles que no era un cobarde como otros, aunque su angustiado corazón, con cada salto, le gritaba lo contrario. Pasaba saliva y estrangulaba con ambas manos su valentía puesta a prueba, al hacerlo recordaba lo que le habían dicho que tenía que hacer:
–Aurelio, fácil, para cumplir el reto solo tienes que subir al segundo piso, te metes a la habitación principal y nos saludas desde la ventana. Si te da miedo, ¡déjalo!, nadie te obliga, no quiero que te orines en los pantalones y me culpes con tu mamita.
La provocación fue el impulso para que acometa tal temeridad. Saltó la cerca, se pintó las rodillas en la sangre verde de la maleza, se raspó los codos en los fierros sobresalientes de la pared caída; pisó las baldosas y el rellano espantando a los fantasmas de su imaginación, enhiestos en los rincones ensombrecidos. Fue con cautela por los pasajes y recodos de su aventura. En el primer piso el único terror lo provocó el silbo helado de la noche que entraba por la boca afilada de un vidrio roto.
Los escalones se estremecieron como las maderas de los ataúdes nuevos y el pasillo rezó el acompasado mecanismo de un viejo reloj que en alguna parte gobernaba.
Aurelio cruzó la habitación de mal sueño sin meditar sus acciones, desde la puerta descolocada a la ondulante cortina que saludaba al visitante. Levantó la clavija y abrió, con todas las fuerzas de sus doce años, los marcos herrumbrosos para hacer el gesto convenido a sus amigos que lo esperaban al otro lado de la calle. Miró hacia atrás para estar seguro de lo obvio: nadie más que él recorría la casa encantada y al comprobarlo el asombró se abrió en su cara hasta quebrarse como un plato de porcelana.
Los pequeños, encaramados en la reja, vieron el brazo; un pañuelo blanco entre los hierros que se sacudió en la noche. La mano les dijo: “¡hola!”, luego los llamó con insistencia: “¡vengan, vengan, vengan…!”. Los niños por curiosos, traviesos y porque todavía eran niños, saltaron, corrieron, treparon y traspasaron las neblinosas trampas de las arañas con sus risas en ristre. Partieron en busca del camarada de su edad, ansiosos por ver el tesoro misterioso que el intrépido de Aurelio encontró en el sitio prohibido por las leyendas de miedo que contaban sus padres, hermanos mayores y vecinos.
La historia ha llegado a su fin, las cerraduras se martillan, la veleta se tuerce, las cortinas se calman y lo único que queda, para los que aún no deducen con imaginación lo que ha ocurrido, es el último fragmento del rompecabezas de la historia. La pieza final es la mano del pequeño Aurelio que se asemeja a una rosa blanca entre los barrotes, una rosa pálida de tallo óseo, una mano cortada con violencia del húmero por el reptante monstruo que tiene por ojos dos monedas nuevas y brillantes y que agita la manito arrancada del codo como si fuera una banderita de desfile de fiestas patrias. La señal pactada para el desafío cumplido se ha convertido en el señuelo perfecto para apaciguar el hambre voraz del indescriptible habitante de las oscuridades.
Los gritos inaudibles de los infantes son el telón que cierra la última noche de octubre.