Escribe: Sarko Medina Hinojosa
—¡Sírvete lleno, sírvete lleno! Aquí en la sexta cuadra de la avenida Perú que dicen los vecinos ¿Nos vamos?
—…
—No se escucha…
—Que sigas cantando, oe, concha tu madre —es la respuesta que desde un grupo de asistentes sale y le llega directo, casi como por un altavoz. Risas generales.
Jordan baja el micro, voltea a ver a su guitarrista quien se encoge de hombros. Se le acerca un poco y le dice el nombre de una canción.
—Vamos con otro tema, celebrando la Fiesta de la Cruz y del Día del Padre, allí va —Hay una espera para que el sintetizador y la guitarra inicien la apertura y entrar— Dios mío haz que me enamoreeeeee, no quiero ya más aventuras, no quiero magia con sabores que no me inspiran ternura, Dios mío haz que me enamoreeeeee…
Son más de las doce cuando terminan de guardar los equipos de sonido. Un borracho se les acerca para abrazarlos y agradecerles las canciones.
—Me recuerdas a mi papá, concha-su-mare, también cantaba lindo, lástima que murió por borracho el puta.
Joaquín conversa al lado del escenario con el mayordomo de la fiesta. Discuten en realidad. Mueve las manos el que antes rasgaba las cuerdas, cerrando el puño derecho y golpeando repetidas veces la palma izquierda, mientras su interlocutor movía la cabeza de un lado para el otro.
—¿Qué pasa? —pregunta el guitarrista acercándose.
—Dice que nos van a pagar solo doscientos soles, que mucho favor nos hace llamándonos para que nos luzcamos.
—¿Pero habíamos quedado en cuatrocientos?
—Ese es el problema, pues. Dice que como no vino mucha gente, no hay plata.
El mayordomo, un hombre gordo con camisa de cuadros y sombrero, los mira con desprecio.
—Ya, ya, no se pongan así. Doscientos está bien para dos horas nomás. Además, hasta cerveza les he dado.
Jordan siente que la sangre se le sube a la cabeza. Doscientos soles para dos personas. Cien para cada uno. Ni siquiera le alcanza para cubrir el día.
—Pero señor, habíamos quedado en otra cosa.
—Habíamos, habíamos… aquí no hay nada por escrito, jovencito. Tomen su plata y váyanse contentos a la mierda.
Le extiende cuatro billetes de cincuenta. Jordan los toma con rabia, sabiendo que no puede hacer nada más. Su guitarrista ya está cargando el amplificador.
—Nos cierran —dice Jordan entre dientes, guardando los billetes en el bolsillo.
Caminan por las calles de Paucarpata cargando los equipos. Vive por ahí cerca, así que llegan, guardan los equipos y quedan en que los amplificadores y demás los recogerá mañana. El guitarrista se queda solo con su guitarra eléctrica en el estuche, sintiendo el peso del instrumento y de la noche.
Camina por la avenida Perú hacia el centro. A esta hora no hay combis, apenas algunos taxis que pasan de largo cuando ven que no tiene cara de tener plata. Cien soles. Cien soles de mierda para toda una noche de trabajo.
Piensa en su hijo. Tres años tiene ya y apenas lo ve una vez al mes, cuando su ex le da permiso. Pero eso sí, todos los meses le exige los quinientos soles para la leche, para los pañales, para lo que sea. Y él ahí, viviendo en un cuarto alquilado en Hunter, a punto de que lo boten porque debe dos meses de alquiler.
Su familia en Camaná tampoco entiende. «¿Por qué no buscas un trabajo serio?», le dice su madre cada vez que la llama. «La música no da plata, hijo.» Pero él qué más puede hacer. Es lo único que sabe, lo único que le gusta. Aunque lo esté matando de hambre.
Dobla por una calle más oscura, tratando de acortar camino. Las casas están cerradas, apenas hay una luz de vez en cuando. Sus pasos resuenan en el asfalto agrietado.
Escucha pasos detrás de él. Se voltea pero no ve a nadie. Acelera el paso. Los pasos también se aceleran. Su corazón empieza a latir más fuerte.
Corre.
Los pasos se multiplican. Son varios. Corre más fuerte pero el estuche de la guitarra lo frena, lo desbalancea.
—¡Oe, huevón, para nomás!
Se detiene. No puede más. Están en una esquina donde la luz del poste no llega bien. Tres siluetas se acercan.
—Tranquilo, pelucón no te vamos a hacer nada. Solo queremos conversar.
Uno de ellos lleva algo en la mano. Puede ser un cuchillo, puede ser un destornillador. No puede ver bien en la oscuridad.
—No tengo nada, bro. Soy músico nomás.
—¿Músico? Entonces tienes instrumentos. Eso se puede vender.
Se acercan más. Abraza el estuche de su guitarra. Es lo único que tiene, lo único que vale algo en su vida. Sin ella no es nada.
—Por favor, es mi herramienta de trabajo.
—Tu puta mare es lo que vas a tener —se burla uno de ellos—. Afloja nomás y saca el celu y la plata, los músicos ganan bien.
Siente algo que se le revuelve en el pecho. Toda la rabia de la noche, de los meses, de los años. La guitarra pesa en sus manos pero también se siente familiar, como una extensión de su cuerpo.
El primero se acerca con la mano extendida. Levanta el estuche y lo golpea con toda la fuerza que tiene. El hombre se tambalea y cae. Los otros dos se quedan sorprendidos un segundo, y aprovecha para golpear a otro con el estuche por el costado.
—¡Concha tu madre! —grita el tercero, y se le viene encima.
Deja caer el estuche y le da una patada en el estómago con sus botas. Las botas que tienen puntera de metal, que se compró cuando tocaba en una banda panqueque hace años. El hombre se dobla de dolor.
Los tres están en el suelo, gimoteando. Se da cuenta de que está temblando, que tiene las manos sudorosas. Pero también siente algo extraño, como alivio.
Ve que uno de ellos tiene una billetera que se le cayó. La recoge. Patea en la cabeza a los caídos y se las aplasta hasta que quedan quietos. Revisa los bolsillos de los otros dos. Encuentra dinero, celulares.
—Ladrón que roba… —dice.
Recoge su guitarra y camina rápido hacia la avenida principal. En sus bolsillos tiene como trescientos soles más. Suficiente para el taxi, para comer mañana, para no pasar una noche más con hambre.
Para un taxi. Se sube.
—A Hunter, maestro, y tengo plata, así que corra nomás.
—¿Todo bien?
Lo mira por el espejo retrovisor. Es un hombre mayor, de bigotes, con cara amable.
—Sí, todo bien. Es que vengo de tocar en una fiesta.
—¿Músico eres? Qué bueno. Yo también tocaba guitarra cuando era joven.
No sabe por qué, pero empieza a contarle todo. La fiesta, el mayordomo mezquino, los ladrones, la pelea. El taxista lo escucha sin interrumpir, asintiendo de vez en cuando.
—…y así fue como terminé bolsiqueándolos —termina—. Nunca pensé que iba a hacer algo así.
El taxista sonríe.
—A veces la vida te pone en situaciones que no esperas, ¿Cómo te llamas?
—Me llamo…
De pronto el taxi se detiene. Mira hacia afuera. No están en el centro todavía.
—¿Qué pasa?
El taxista enciende las luces de emergencia. Se abren las puertas traseras y suben dos hombres, uno de ellos lo golpea de frente con la cacha de un revólver. Siente que el estómago se le encoge.
—Parece que tenemos a un ladrón que roba a ladrones —dice el taxista, volteándose hacia él con una sonrisa que ya no es amable—. Ya les contaré su historia.