Escribe: Víctor Miranda Ormachea
En este circo de ironía en que actuamos cotidianamente, en donde todos llevamos un micro-púlpito de cinismo en nuestros bolsillos, odiar gratuitamente se ha convertido en una moneda común, un commodity de fácil consumo y viralización instantánea. Los géneros, las tendencias, los artistas, las películas, las canciones, se tornan rápidamente carne de cañón para una masa digital que ansía diferenciarse, pero que, irónicamente, termina comportándose de la manera mas predecible y standard posible.
A propósito de la colosal derrota cinematográfica que parece ser la vilipendiada Joker: Folie à Deux, la secuela de la tan celebrada historia del archienemigo de Batman, es llamativa la avasalladora retahila de comentarios en redes que califican a la película de poco menos que bodrio. Sustentando dicha opinión, básicamente, en el hecho de que se trata de un musical. Convirtiendo a un film que no es tan deplorable en el ultimo sacrificio cultural, ajusticiado por una generación que repudia los musicales solo por que sí, porque es tendencia odiarlos.
Pero ¿Qué hay en el género musical que repele tanto? Parece ser que en un momento frenético y de atenciones tan efímeras, el musical representa un recordatorio incómodo de que no siempre el ritmo debe ser lineal. A veces esta bien suspender las cosas y dejar que la música tome las riendas de las emociones, olvidando un poco hasta la narrativa, en pos del muestreo sonoro. Lo cierto es que el musical, en su forma moderna, exige paciencia y una inmersión que, la gran mayoría, no está dispuesta a otorgarle. El cine de acción, de fantasía, de ficción mainstream , incluso el drama oscarizable, han acondicionado a nuestros cerebros para narrativas concisas, lineales , frenéticas, explícitas y de corta memoria, sin pausas para una canción que no explique “qué va a pasar luego”.
Así, obras contemporáneas como Repo: The Genetic Opera, Annette, Hedwig and the Angry Inch o Dancer in the Dark, que han demostrado que el musical tiene mucho que ofrecer, son enterradas en la ignominia del desprecio a este género. Quedando fuera del espectro del espectador medio, educado por algoritmos y narrativas de estímulo rápido. Ese que grita al cielo enfurecido por tener que detenerse a escuchar una melodía en lugar de recibir otra dosis de impacto visual. No quiero ni imaginar lo que sucedería si le pusiéramos a ver una ópera.
Entonces, como en el circo del desprecio digital, cualquier cosa que interrumpa la acción continua es vista como un insulto, una «impostura», algo que es intrínsecamente ridículo, el musical moderno se convierte en blanco del odio colectivo, un chivo expiatorio para quienes piensan que rechazarlo los convierte en ciudadanos de un club más culto, un club exclusivo que, paradójicamente, se ha ido llenando tanto que sus credenciales son ya cuestionables.
Este fenómeno, desde una perspectiva sociológica, tiene mucho en común con el desprecio casi ritual hacia Ricardo Arjona. El tristemente célebre guatemalteco, cuyos versos oscilan entre la pseudopoesía barata y alguna que otra observación curiosa, y que ha sido lapidado por la crítica, pero también, inexplicablemente, por millones de personas que se burlan de sus pobres líricas, sin saber que la poesía contemporánea discurre el mismo trayecto. Claro, es fácil ridiculizar sus simples construcciones gramaticales, pero en el fondo despreciar a Arjona se ha vuelto casi una contraseña cultural. Entonces, parece que rechazar a Arjona — así como odiar los musicales— se ha convertido en una declaración de pertenencia, una afirmación de buen gusto de manual, una posición cómoda que permite reírse sin realmente analizar el valor del objeto de burla; al final, rechazar a un musical o a Ricardo Arjona, es más bien un acto de conformismo disfrazado de independencia intelectual.
El Joker 2, ahora entra en el mismo saco, es la obra que simboliza este odio colectivo y viral, que representa tanto el rechazo al musical como el agotamiento cultural de una generación que busca destacarse a través de su cinismo. El musical, para muchos, no es que sea «demasiado», sino más bien es un espejo en el que no quieren mirarse: uno que exige tiempo, paciencia, y una vulnerabilidad emocional que aterra. La era del desprecio es, en realidad, el apogeo del rebaño.