Por: Sarko Medina Hinojosa
La ceremonia se cumpliría en la capilla del colegio contiguo al albergue, un edificio de piedra gris que se alzaba como un centinela silencioso sobre las vidas de las veinte chicas que allí residían. El aroma a incienso y a flores frescas impregnaba el aire, mezclándose con la expectación palpable de las jóvenes.
Entre ellas destacaba una adolescente, sus ojos brillantes de emoción contenida. Su vestido de color crema caía en suaves pliegues hasta sus tobillos, cortado a la mitad en la cintura por una fajita color granate que resaltaba su figura emergente. Sus zapatos plateados reflejaban la luz tenue de los vitrales, creando destellos que bailaban en el suelo de mármol. Una diadema de flores con diamantes de imitación coronaba sus azabaches cabellos, confiriendo a su rostro un aire de inocencia etérea.
Sus manos no paraban de sudar de la emoción, mientras su corazón latía con la fuerza de mil tambores. Ese día sería bautizada, haría su Primera Comunión y Confirmación, un triple rito de paso que marcaría el inicio de una nueva vida. El mismo obispo del lugar, un hombre de rostro bondadoso y ojos penetrantes, presidiría la ceremonia.
A pesar del nerviosismo que amenazaba con consumirla, la joven logró contener las ganas de gritar durante la ceremonia. El agua bautismal recorrió sus cabellos oscuros, cada gota llevándose consigo las sombras del pasado. La cruz de aceite en su frente brilló como una promesa de redención, mientras las palabras del obispo resonaban en la capilla: «Nunca estarán solas». Al momento de recibir la Comunión, sintió como si una luz cálida la envolviera, sellando un pacto eterno con lo divino.
Tras el solemne Padrenuestro, llegó el momento de la paz. La joven abrazó a sus compañeras una a una, cada abrazo un reconocimiento silencioso de las heridas compartidas. Todas ellas, rescatadas de la violencia en pueblos de la sierra, cargaban historias demasiado pesadas para ser narradas sin que las lágrimas brotaran. Eran hermanas ahora, unidas en su camino hacia la curación y la paz.
Al voltear para abrazar a otra de sus hermanas, el tiempo pareció detenerse. Frente a ella, como una aparición surgida de sus pesadillas más profundas, estaba el rostro de su padre. Los años en prisión habían erosionado sus facciones, dejando tras de sí las ruinas de un hombre consumido por la culpa.
«Hijita», murmuró con voz quebrada, «ayer he salido. Yo pagué todo. Hijita, yo ya entendí que estuvo mal, muy mal. No entendía… Por favor, ya pagué mi culpa. Yo ahora entiendo… Yo quiero que me perdones…»
El silencio que siguió fue ensordecedor. Por cinco eternos segundos, el mundo pareció contener la respiración. Los presentes, atónitos, comenzaron a comprender quién era ese hombre devastado que había burlado toda seguridad para llegar hasta la banca de las niñas.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, la adolescente dio un paso al frente. En sus ojos brillaba una mezcla de dolor, compasión y una sabiduría más allá de sus años. Abrazó a su padre, sintiendo cómo temblaba bajo el peso de sus acciones pasadas. Al oído, le susurró palabras que solo él podía escuchar: le otorgó el perdón que anhelaba, pero también le pidió que la dejara ir. Le rogó que volviera a su casa en el pueblo, que intentara reconstruir su vida y recuperar el tiempo perdido. Le aseguró que ella estaba bien donde estaba, que si la amaba no volviera a verla, quizá algún día, quizá, podrían hablar de nuevo.
El hombre, con lágrimas rodando por sus mejillas curtidas, quiso dar un besó a su hija en la frente, pero se detuvo, como una prohibición tácita de no tocar nunca más esa piel. Luego, como si fuera un fantasma, se desvaneció entre la multitud, llevándose consigo el peso de su vergüenza o esperanza, nadie sabría decir.
La ceremonia continuó como si nada hubiera pasado, pero algo había cambiado en el aire. Los aplausos al final sonaron más fuertes, más sinceros. En la recepción, el obispo partió la torta rebosante de manjar blanco, su cuchillo hundiéndose en la suave crema como una metáfora de cómo la vida a veces corta nuestras expectativas.
Y allí, en medio del bullicio y la celebración, la joven confirmada sonrió. No era una sonrisa de alegría pura, sino una más compleja, teñida de dolor y esperanza, de perdón y resignación. Era la sonrisa de alguien que había mirado al abismo de su pasado y había elegido, a pesar de todo, caminar en sentido contrario, hacia la luz.